LA ÉPOCA PREHISPÁNICA
El
aprecio por la naturaleza, por la flora y la fauna, por los seres que habitan el
agua, la tierra o el mar, es un signo cultural distintivo que ha estado presente
en México desde las culturas prehispánicas. Deidades como Coatlicue, Tláloc,
Quetzlcoatl, Huitzilopochtli y muchas otras, nos hablan del enorme valor que
dieron los antiguos mexicanos a la tierra, al agua, a la flora y la fauna, en
sus creencias y prácticas cotidianas. Con el fin de procurar una relación
armónica con su entorno y con el universo, pero también de obtener beneficios de
la naturaleza, culturas como los Olmecas, los mayas o los aztecas procuraron
comprender, aprovechar y proteger aquellos ecosistemas en los que se asentaron.
Vestigios
arqueológicos en Yucatán dan testimonio de los esfuerzos realizados por los
mayas para conservar y enriquecer la diversidad biológica de la flora en la
península; de acuerdo con algunos investigadores, los jardines o huertos -Pet-koot
o Kal-hoot-
que subsisten hasta nuestros días, son testimonio viviente de este profundo
arraigo de la cultura maya con la naturaleza. También, su vasto conocimiento de
la flora yucateca hizo posible desarrollar una ciencia médica –perfilada en los
libros del Chilam-Balam y en otros códices que sobrevivieron a la conquista- la
cual estudió y aprovechó yerbas, plantas, árboles e incluso a la fauna de la
región para combatir un gran número de enfermedades.
Más conocidos
son los esfuerzos del emperador azteca, Nezahualcóyotl, cuando en el año de 1428
delimitó y decretó conservar al Bosque de Chapultepec, donde sembró y protegió
árboles –como los ahuehuetes- e introdujo aves y fauna diversa.
“Amo
el canto del cenzontle; pájaro de las 400 voces. Amo el color del jade,
y el enervante perfume de las flores. Pero amo más a mi hermano, el
hombre”.
Nezahualcóyotl.
Los monarcas
Moctezuma Ilhuicamina, Ahuizotl y Moctezuma
Xocoyotzin, además de proteger y cuidar del Bosque de Chapultepec, lo hicieron
también con Oaxtepec, con los jardines del volcán Popocatépetl y también con
Atlixco; los aztecas entendían que sólo protegiendo a los ecosistemas podían
garantizar el abasto de ciertos recursos naturales estratégicos y fundamentales
para su civilización. Este es el caso del Bosque de Chapultepec, donde el
manantial del cerro proveía de cuantiosa agua dulce a los habitantes de
Tenochtitlán.
La
civilización azteca también ejemplifica una de las muchas y espectaculares
maneras en que los antiguos mexicanos transformaron y aprovecharon su entorno
natural.
En el año 1449, el emperador
Nezahualcóyotl construyó su famoso
albardón, una obra de ingeniería hidráulica sin precedentes en Mesoamérica que,
además de proteger de inundaciones a la ciudad, evitaba que las aguas dulces del
lago de México se contaminaran con el agua salina proveniente del Lago de
Texcoco.
Algunos historiadores atribuyen la misteriosa desaparición de ciertas
civilizaciones prehispánicas, como la teotihuacana y la maya, en el siglo VIII,
al probable agotamiento de los recursos naturales y a la destrucción de los
ecosistemas en sus territorios. Existen evidencias también de que, antes de la
llegada de los españoles, los pobladores de los Altos de Chiapas habían
desmontado grandes extensiones de bosque para dedicarles a la agricultura. O que
algunos grupos de población, en el norte de México, modificaron a través de la
agricultura las condiciones naturales de la flora y de las aves de la región.
Se estima que, al momento de
la conquista española, en el centro de México habitaban alrededor de 25 millones
de personas. La demanda de alimentos y de otros suministros extraídos de la
naturaleza, indudablemente tuvo importantes impactos sobre el medio ambiente que
contribuyeron –entre otras causas- a la decadencia de las civilizaciones
mesoamericanas.
“Yo
Nezahualcóyotl lo pregunto:
¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra?
Nada es para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
Aunque sea de oro se rompe,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.”
Nezahualcóyotl.
A pesar de que durante la Conquista los colonizadores españoles
destruyeron incontables códices y documentos que testimoniaban los conocimientos
milenarios y la relación de los antiguos mexicanos con su entorno natural, los
usos y costumbres de los pueblos indígenas han podido traer hasta tiempos
presentes una visión de la vida que, ciertamente, priorizó la relación armónica
del hombre con la naturaleza. “Ten cuidado con las cosas de la tierra”,
aconsejaba el texto del
Huehuetlatotli
o “la palabra de los viejos”.
Vestigios de civilizaciones como la maya o la teotihuacana nos dan noticia de la
forma en que se modificó y, en muchos casos, se afectó irreversiblemente al
medio ambiente en el afán de hacer un uso colectivo de los recursos naturales.
La explotación desmedida de la madera y de ciertas especies vegetales, así como
la modificación de grandes extensiones de los bosques y cuerpos de agua para
dedicarlos a la agricultura o para asentamientos humanos, fueron factores que
contribuyeron decididamente al desequilibrio y colapso de dichas culturas del
México prehispánico. Existe evidencia de cómo la mano de los antiguos mexicanos
transformó el paisaje e introdujo nuevas especies de plantas y animales donde
antes no las había. Éste es el caso de algunos grupos indígenas que habitaron el
norte del territorio, los que plantaban cultivos resistentes a las sequías,
sembraban árboles para estabilizar el terreno árido, desviaban el agua y
construían represas.
Como
consecuencia de la nueva distribución del agua en lugares típicamente
desérticos, prosperaron plantas en áreas donde la aridez hacía imposible su
crecimiento; cambiaron los patrones de la humedad y la lluvia, e incluso se
transformó la conducta en la migración de ciertas aves y animales.

Gracias a
la domesticación y al manejo genético que hicieron las culturas prehispánicas
del maíz, esta planta gramínea –durante siglos, base de la alimentación de los
pueblos americanos- cuenta hoy con decenas de razas híbridas y con miles de
variedades mexicanas. En innumerables estelas, códices y frescos elaborados por
los distintos grupos indígenas del antiguo México, se pueden apreciar de forma
muy evidente dos tipos básicos de maíz: los de semilla en forma de diente, del
sureste y Centroamérica, y los cónicos, del altiplano y centro del país. Con
base en el hallazgo de vestigios en Tehuacán, Puebla, los científicos han
estimado que el cultivo del maíz en el territorio mexicano se remonta hasta los
7 mil años antes de nuestra era.
La práctica
intensiva de la agricultura –como fue el caso del maíz- dirigida a abastecer a
la numerosa población de los centros urbanos mesoamericanos, tuvo impactos en
distintas magnitudes sobre los recursos forestales, la tierra, el agua y las
especies vivas. Pero también es cierto que creencias religiosas y culturales
motivaron el aprecio o el desprecio por ciertas especies de árboles o animales;
es bien conocida la veneración que tenían los antiguos mayas por la Madre Ceiba,
pero sabemos también del temor que les causaba el árbol de Chechem con su resina
corrosiva e incluso venenosa. Sin lugar a dudas, esto favoreció o desalentó el
que ciertas especies arbóreas progresaran o fueran taladas en su territorio. En
muchos grupos indígenas, como nahuas, tarahumaras, mayas y otros, existía la
certidumbre de que los árboles eran seres con personalidad y entendimiento, por
lo que antes de cortarles había que solicitar su permiso y el del señor
Quetzalcóatl.
La relación
de los pueblos prehispánicos con la fauna silvestre también fue estrecha y
compleja, y no estuvo exenta de impactos ambientales. La serpiente, el jaguar,
el águila, el mono, el lobo, el oso y el murciélago –entre muchos otros animales
salvajes- fueron motivo de temor, respeto y veneración por parte de los antiguos
mexicanos; pero, también, aves como el pavo americano (o guajolote)
y los perros
xoloitzcuintli y techichi (ancestro del Chihuahua), fueron domesticados
e incluso formaron parte importante de la dieta indígena.
Los tarahumaras, los zapotecos
y los tzotziles, como muchos otros grupos indígenas, no consideraban a los
animales criaturas inferiores; por el contrario, creían que guardaban una
relación simbiótica con el hombre y eran aliados fundamentales, por ser
poseedores de un gran conocimiento de los ciclos de la naturaleza. Sin embargo,
existe evidencia del impacto humano sobre la fauna silvestre en el México
antiguo. Por ejemplo, existen frescos mayas en los que vemos mercados donde se
comerciaban animales, vivos o muertos, como venados, liebres, armadillos,
iguanas, pieles de ocelotes o de jaguar, así como plumas de distintas clases de
aves.
LA ÉPOCA COLONIAL
Al
momento de la llegada de los colonizadores españoles a tierras mexicanas,
ciertamente existían significativos impactos en el entorno natural ocasionado
por las actividades cotidianas de los pueblos indígenas; sin embargo, la
historia también registra considerables esfuerzos por parte de las culturas
mesoamericanas encaminados a la conservación de recursos naturales como los
bosques, el agua o la fauna silvestre.
Las crónicas de Bernal Díaz del Castillo en “La historia verdadera de la
Conquista de la Nueva España” –publicada en 1632-, detallan a lo largo de
214 capítulos la exuberante y rica diversidad biológica prevaleciente en el
territorio mexicano, así como el uso que los pobladores nativos hacían de ésta.
“… y de aquello que Moctezuma había de comer guisaban más de
trescientos platos (...) cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de
papada, faisanes, perdices de tierra, codornices, patos mansos y bravos…”
De acuerdo con relatos de los conquistadores, la dieta diaria de los
aztecas–además de alimentos elaborados con maíz y otros productos agrícolas-
incluía pescados de diversas variedades, camarón, ajolotes, caracoles, ostras de
río y tortugas, así como todo tipo de aves acuáticas, huevos, carne de venado,
conejo, lobo, cerdo salvaje, víboras, iguanas e insectos como los chapulines y
el gusano de maguey. En los mercados de la gran Tenochtitlán se comerciaban
plumas de aves, pieles de jaguar, de puma, de venado o de nutria.
Y
si bien a la llegada de Hernán Cortés la civilización azteca estaba forzando
notablemente la capacidad de recuperación de sus ecosistemas (cortando árboles,
erosionando el suelo o mermando el número de ciertas especies animales), lo
cierto es que el altiplano mexicano no estaba ni siquiera cerca de un colapso
ambiental.
La conquista española del territorio mexicano sí trajo consigo alteraciones
ambientales de gran magnitud. Los colonizadores europeos no tenían vínculos
espirituales con la flora y la fauna mexicana, además de que no siempre eran
cuidadosos con el uso de la tierra y sus productos. Es sabido que en los tiempos
en que Cristóbal Colón viajaba al Nuevo Mundo, la corona española enfrentaba
problemas económicos por la deforestación, sobreexplotación y consecuente
escasez de la madera en algunas regiones de la península ibérica. Conocedora de
la importancia estratégica de los recursos forestales, España estableció
regulaciones –en su Ley de Indias- para moderar la extracción de madera y
fomentar un buen aprovechamiento de los bosques en sus colonias. Sin embargo, la
introducción de ganado de pastoreo y el uso de criterios distintos a los
indígenas para realizar la agricultura, llevó necesariamente al desequilibrio y
a la afectación de importantes ecosistemas en la Nueva España.
En el siglo XVII, por ejemplo, se señalaba a la deforestación y a la erosión de
las tierras altas del Valle de México, como la causa directa de las frecuentes
inundaciones en la ciudad. Con menos árboles en las montañas circundantes el
suelo era arrastrado por las lluvias, azolvando el lecho de los lagos y
desbordando los ríos.
La Conquista y la
eventual colonización del territorio mexicano traerían serios impactos en el
medio ambiente. Principalmente, los bosques fueron mermados por la intensa
extracción de madera para las actividades mineras y para la construcción y para
satisfacer la creciente demanda de energía.

Durante
la época de la Colonia, la Corona Española emitió una serie de decretos con los
que intentó imponer restricciones a la explotación de los bosques y al uso de la
madera en la Nueva España, recursos sumamente importantes para las actividades
mineras, la edificación de ciudades y la fabricación de barcos. Sin embargo, la
enorme demanda de madera para ocuparse en la industria extractiva de metales
preciosos, en los hechos exentó a esta actividad del cumplimiento de tales
restricciones. Sumado a esto, los inapropiados hábitos de producción agrícola de
los colonizadores, el desmedido crecimiento de las actividades de pastoreo y la
introducción de la ganadería ovejuna, aceleraron notablemente la deforestación y
la erosión del suelo en distintas regiones del territorio mexicano.
A
pesar de que la Ley de Indias –código legal de España para sus colonias-
estableció limitaciones para la explotación de los bosques, para el uso de la
madera e incluso para el aprovechamiento del agua, lo cierto es que los
funcionarios y los hacendados de la colonia en muy poco contribuyeron para
impedir la sistemática degradación y consecuente aridez de vastas extensiones de
tierra de la Nueva España. Por su parte, grupos de indígenas que huían del
sometimiento de los españoles y se refugiaban en los montes, en su lucha por
sobrevivir también causaron daños significativos en la flora y en la fauna de
los bosques. Sin duda, seguramente esto contribuyó a la conservación de algunos
cultivos tradicionales incluidos en la dieta de los mexicanos.
En el siglo XVI, con la finalidad de frenar la despiadada destrucción que las
huestes de Hernán Cortés ya hacían del Bosque de Chapultepec, el rey Carlos V
emitió una Cédula Real –el 30 de junio de 1530- que ordenó proteger al célebre
cerro y a sus centenarios árboles en beneficio y para el esparcimiento de los
habitantes la Ciudad de México. Por aquellos años, y preocupado también por el
uso irracional que se hacía de los recursos forestales de la colonia, Don
Antonio de Mendoza –primer virrey de la Nueva España, fundador de la Universidad
de México y de la primer imprenta de la colonia- estableció la prohibición de
cortar árboles para convertirles en leña o en carbón. Se decretó que solamente
las ramas y los esquilmos podían ser utilizados como combustible. Ordenanzas
similares fueron decretadas por subsecuentes virreyes de la Nueva España.
Algunos animales silvestres mexicanos eran especies desconocidas por los
colonizadores españoles, por lo que no existió ningún interés para controlar su
caza y mucho menos para trabajar en su conservación. Se sabe que muchas especies
acuáticas endémicas de los lagos del Valle de México, fueron extinguidas como
consecuencia de las obras de desagüe que emprendieron los colonizadores
españoles. Sin embargo, otras especies sí representaban un interés económico y
comercial para la Corona Española; por ejemplo, algunas aves de corral (como el
guajolote) o el cultivo de la ostra –por su perla-, merecieron la atención de
bandos y reglamentos que buscaban la racionalidad en el aprovechamiento de estos
recursos. Desafortunadamente, durante la Colonia también existieron ordenanzas
que fomentaron la matanza despiadada de ciertas especies animales mexicanas.
Este es el caso del puma que, por significar una amenaza para el ganado en
pastoreo y para las aves de granja, se fomentó e incluso se premió su matanza.
Como sucedió en
muchas regiones del Nuevo Mundo durante la época colonial, la relación de los
pueblos indígenas con las especies vegetales y animales endémicas fue modificada
profundamente en aras del beneficio mercantilista y de la prosperidad material
del nuevo orden económico. Pero la cosmogonía indígena y su forma de entender a
la naturaleza, habrían de transformar también el pensamiento de los europeos.
A
lo largo de los tres siglos de la Colonia, los “Cronistas de Indias”
describieron extensamente las condiciones demográficas, geográficas,
hidrográficas, el clima, la flora y la fauna del Nuevo Mundo. Existe un
significativo acervo de documentos de ese período que dan testimonio de
expediciones científicas en las que no sólo se recolectaban y clasificaban
plantas y animales, sino también observaban y describían la relación de los
pueblos indígenas con su entorno y los recursos naturales.
El papel de la iglesia católica durante la época colonial fue central para
conformar un sincretismo religioso y cultural con los pueblos indígenas
mexicanos, pero también para la formación de un importante acervo histórico que
describe las condiciones ambientales prevalecientes en este período. Para llevar
a cabo su empresa evangelizadora, la iglesia se hizo de grandes extensiones de
tierra, monopolizó la educación, los servicios de salud y otras áreas de la
administración pública. La labor realizada por personajes como Fray Bartolomé de
las Casas, en el siglo XVI, y en general el trabajo misional de las órdenes
mendicantes de franciscanos, dominicos, agustinos y otras, no sólo justificó los
excesos de la Corona Española y buscó conciliar a los pueblos indígenas con la
cosmogonía europea, sino también dio cierta luz a los colonizadores para
comprender y documentar la complejidad, los vínculos y ciclos vitales de los
ecosistemas mexicanos.
Un espléndido ejemplo de esto son los frescos realizados en el siglo XVI por los
artistas indígenas –o tlacuilos- que hasta nuestros días se aprecian en la
iglesia y en el convento agustino de Malinalco, en el Estado de México. Además
de representar al “paraíso terrenal” del cristianismo, estos hermosos murales
constituyen un registro fiel de las plantas, aves y otros animales que existían
en la región del eje neo-volcánico y que tanto apreciaban los pueblos
originales.
Fue tal la magnitud del cambio que experimentaron los pueblos nativos americanos
con su medio ambiente durante la Colonia, que variables como las epidemias por
nuevas enfermedades (como la viruela) o la imposición de trabajos forzados en
minas o plantaciones, provocaron que la población de diez millones de indígenas
descendiera a ocho millones en el siglo XVII, a siete en el siglo XVIII y a tres
y medio en el siglo XIX. La organización del territorio impuesta por los
españoles (a través de las encomiendas, de las haciendas y la formación de
nuevos poblados) despojó a los indígenas no sólo de la propiedad de su tierra,
sino –sobre todo- trastocó su milenaria relación con su entorno natural, con la
flora y la fauna.
El nuevo orden económico y las imposiciones tributarias de la Corona sobre los
pueblos indígenas, empujaron a éstos a hacer un uso intensivo de los recursos
naturales (especialmente de los bosques y de la madera) para lograr cumplir con
sus obligaciones. La región del Bajío y el centro del país, donde la actividad
minera, ganadera y agrícola era predominante, fue la que mayor deforestación
tuvo durante la época colonial.
A
pesar que se expidieron numerosas regulaciones para controlar la explotación de
los recursos forestales en la Nueva España, lo cierto es que sólo en aquellos
lugares donde la presencia española no fue tan predominante (y, por ende, las
actividades mineras y ganaderas no fueron intensivas) se logró un buen nivel de
conservación de los bosques. Pero, según lo manifestaban en sus textos cronistas
como Toribio de Benavente Motolinía y algunos otros, existía la percepción de
gran abundancia y riqueza de recursos naturales en la Nueva España; hecho que,
de acuerdo a muchos colonizadores, justificaba la desmedida explotación de la
flora y la fauna mexicana.
Refiriéndose a la comunidad minera de Zacatecas, fundada en 1540, Alonso de la
Mota y Escobar escribió un siglo después: «En sus primeros tiempos, había
muchas hileras de árboles en las cañadas que ahora han sido talados para las
fundiciones y hoy sólo hay unos cuantos árboles silvestres, nada más ha quedado.
Y por eso es que la madera es tan cara en la ciudad porque tiene que traerse
desde diez o doce leguas. Durante los tiempos paganos, los circundantes bosques
y planicies contenían el más famoso territorio de venados, liebres, conejos,
codornices y palomas, que no tenía igual en el mundo.»
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA
Al
finalizar el siglo XVIII, y debido a las actividades mineras, ganaderas y
agrícolas, existía una enorme devastación forestal en todo el territorio
mexicano. En el caso de la minería, entre los años 1740 y 1803 la producción de
oro y plata se triplicó, lo que demandó considerables cantidades de madera para
las actividades extractivas y de fundición. Por aquellos días, la Nueva España
producía más de dos millones y medio de marcos de plata y una de sus principales
minas, La Valenciana, en Guanajuato, fue considerada la más importante del
mundo.
La Corona Española y especialmente los monarcas borbones (cuyo dominio inició en
el año 1700), consideraron estratégico proteger los recursos madereros de sus
colonias americanas. De esta manera, los reyes Carlos III –en 1765- y Carlos IV
–en 1803-, decretaron algunas medidas para conservar la riqueza forestal del
territorio novohispano. El primero exigió que para cortar madera, ya fuera en
tierras privadas o comunales, era obligado adquirir licencias; y, además,
estableció que por cada árbol talado se debían sembrar tres. Por su parte,
Carlos IV decretó una compleja ley forestal que obligaba a los hacendados y a
los comerciantes españoles a explotar y vender madera sólo de árboles maduros y
extraídos de plantaciones forestales con características bien definidas.
También, prohibió el pastoreo de ganado en sitios que amenazaran a los bosques
e, incluso, formó una guardia forestal que estuvo bajo las órdenes de la armada
real. Sin embargo, el enorme poder de los hacendados y comerciantes españoles,
así como la pobreza en la que estaban sumidos los indígenas mexicanos, llevó a
que estas leyes no fueran observadas o acatadas cabalmente.
En los últimos años del siglo XVIII, el científico José Antonio Alzate y Ramírez
y el célebre explorador prusiano Alexander von Humboldt, acusaban una notable
reducción de las lluvias en el Valle de México y observaban un incremento
inusual de las inundaciones en la ciudad. Atribuyeron este fenómeno a la
acelerada pérdida de los bosques circundantes y a la erosión del suelo. Humboldt
escribió:
“Ellos [los españoles] destruyeron, y diariamente destruyen, sin sembrar
nada en su lugar, excepto alrededor de la capital, donde los últimos
virreyes perpetuaron su memoria en paseos y alamedas que llevan sus
nombres.”

Humboldt estimaba que a lo largo de casi tres siglos de dominación española,
México había perdido una tercera parte de todos sus bosques. Es probable que una
de las crisis agrícolas más importantes en la nueva España –entre 1785 y 1786- y
que causó una hambruna en la que murieron alrededor de 300 mil personas, o que
la grave sequía de 1808 y 1809 en El Bajío, hayan tenido su origen en el
desordenado uso de los recursos naturales. La guerra de Independencia puso fin a
la aplicación y desechó definitivamente las leyes forestales y de uso del suelo
impuestas por la Corona Española. Las tierras, el agua y los bosques comunales
pasaron al dominio de las autoridades locales, permitiendo a los propietarios
privados y hacendados regionales el uso prácticamente irrestricto de los ya de
por sí mermados recursos forestales.
En su búsqueda por consolidar una base material que favoreciera la independencia
económica y política del país, cualquier limitación para el uso de los recursos
naturales del territorio nacional pareció innecesaria y hasta indeseable a
quienes luchaban en contra del dominio español.
Sin embargo, también es cierto que hubo un significativo número de personajes
que, influenciados por las ideas de la Ilustración, el Romanticismo o
simplemente por una visión más pragmática del uso de los recursos naturales,
dirigieron sendos esfuerzos a la conservación de la naturaleza mexicana.
A pesar de que durante casi toda la época colonial la Nueva España sufrió una
enorme destrucción forestal –de acuerdo con Alexander Von Humboldt, la tercera
parte de los bosques nacionales-, la historia también registra destacados
esfuerzos por impulsar el conocimiento y la conservación de la naturaleza.
Quizás, el ejemplo más emblemático de esto sea el famosísimo Jardín Botánico
que existió en el Palacio Nacional –antes Palacio Virreinal de la Nueva España-,
en la Ciudad de México. Habiendo iniciado su funcionamiento en el año de 1791,
este maravilloso espacio perduró varias décadas y era visita obligada para los
científicos y todo aquel que quisiera saber de “las plantas más útiles que
incluye la flora de la Nueva España”.
Bien conocido es el testimonio de Madame Calderón de la Barca sobre su visita,
el 3 de abril de 1840, al Jardín Botánico en el recinto de Palacio;
además de lamentar su abandono, en su crónica manifiesta su sorpresa por la
belleza del “árbol de las manitas” (macpalxóchitl). Esta planta,
utilizada desde épocas prehispánicas y reconocida por José Mariano Mociño Suárez
Lozada en 1787, se utilizaba en infusiones para mitigar inflamaciones de los
ojos y aliviar el dolor de las hemorroides.
Otro conocido esfuerzo de conservación de la naturaleza fue el que, dos o tres
años después de consolidada la Independencia de México, se llevó a cabo en “El
Mirador”, extensa propiedad localizada en las cercanías de Huatusco, Veracruz.
El sitio fue destino de numerosas expediciones científicas provenientes de todo
el mundo, donde se realizaron importantes investigaciones sobre los bosques
tropicales húmedos y de la biodiversidad mexicana. “El Mirador” fue también un
antecedente de las actuales “áreas naturales protegidas” y el lugar desde donde
partió la primera expedición científica que, en 1848, escaló hasta la cima del
Pico de Orizaba. Se dice que durante la segunda mitad del siglo XIX, los
políticos liberales mexicanos buscaron a toda costa impulsar el desarrollo
económico y establecer el orden social. Para lograrlo –se asegura- hicieron a un
lado todo esfuerzo de conservación, pues ello implicaba un obstáculo para sus
grandiosos planes económicos.
Sin embargo, algunos hechos apuntan a que existía una legítima preocupación por
parte de ciertos gobernantes por el buen manejo de los bosques, el agua y los
recursos naturales del país. Así lo deja ver el “Manual de Administración”,
del español Francisco de Paula Madraza, documento publicado en 1857 y que tuvo
gran influencia para los administradores públicos mexicanos. En este documento
se delineaban –entre muchas otras- las responsabilidades del Estado en materia
de propiedad, uso y aprovechamiento del agua; protección y conservación de los
bosques; regulación de la caza y la pesca; además de criterios generales para el
desarrollo de las actividades agrícolas, mineras e industriales.
Cuatro años después de la publicación del “Manual de Administración” –en
1861-, el presidente Benito Juárez expidió el primer Reglamento sobre Tala y
Conservación de los Bosques, normatividad con la que se buscaba poner orden
sobre la devastadora explotación de la madera que se venía realizando en sitios
como, por ejemplo, Real del Monte, en Hidalgo.
En el año de 1876, Sebastián Lerdo de Tejada, consciente de la importancia que
revestían para la Ciudad de México sus manantiales, expropió las tierras del
Desierto de los Leones. Pero sería hasta finales del siglo XIX, con el enorme
trabajo del ingeniero Miguel Ángel de Quevedo, cuando iniciaría en México una
época de verdadera preocupación y de acciones concretas para la conservación de
los recursos forestales.

Durante
la segunda mitad del siglo XIX, un considerable número de mexicanos entendía
claramente la importancia que tenía la conservación de los recursos naturales
para el progreso del país. Que México preservara su flora y su fauna era –desde
luego- fundamental para su estabilidad y prosperidad económica, pero también se
tenía la certeza de que mantener en buenas condiciones a los bosques nacionales
redundaría en la estabilidad climática y ambiental del territorio.
El gobierno de Benito Juárez promulgó una ley para conservar y proteger los
bosques nacionales en 1861, treinta años antes de que una regulación similar
apareciera en los Estados Unidos. Esta ley obligaba a los madereros mexicanos a
sembrar diez árboles por cada uno que talaran, y a los particulares que
denunciaran el corte clandestino de árboles se les daba el derecho a reclamar un
tercio de las multas obtenidas. Es cierto que, mucho tiempo antes que sus
vecinos del norte, los mexicanos entendieron la estrecha relación entre la
deforestación de los bosques y fenómenos como la sequía, las inundaciones y el
empobrecimiento del suelo. Pero, a pesar de ello, la historia registra que el
fenómeno de la tala clandestina, tanto en bosques nacionales como en tierras
privadas, se dio de forma intensa y en extensas porciones del territorio –sobre
todo en aquellas regiones donde la minería era la principal actividad económica.
También durante el siglo XIX, la gran mayoría de especies de animales silvestres
del país no recibieron suficiente cuidado por parte de los gobiernos en turno.
Las escasas leyes que se ocuparon de su protección, simplemente se limitaron a
mantener más o menos estables las poblaciones de algunas especies animales que
resultaban económicamente valiosas; o, simplemente, se ocuparon de prohibir la
caza y la explotación de otras por parte de extranjeros. Esta laxitud de las
leyes y una prácticamente inexistente capacidad para vigilar los recursos
naturales del país, llevaron a que –durante la primera mitad del siglo XIX- la
población de nutria californiana, en el noroeste del país, descendiera
drásticamente.
En los años posteriores a la Intervención Francesa, la Sociedad Mexicana de
Geografía y Estadística –creada en 1833- jugó un papel protagónico en la defensa
de los bosques del país. Sin embargo, más que por su valor biológico o debido a
su papel en el equilibrio del medio ambiente, sus integrantes privilegiaban el
valor económico de los bosques por ser estos una fuente proveedora de madera
para la construcción, la industria o como combustible. Así, para poder
garantizar la prosperidad económica del país –sostenía la Sociedad Mexicana de
Geografía y Estadística-, era necesario conservar los bosques y plantar árboles.
Consecuentemente, esta organización financió estudios silvícolas y publicó
algunos trabajos sobre las experiencias europeas en materia de explotación
forestal.
La visión de los gobiernos liberales sobre el aprovechamiento de los bosques
nacionales, llevó a considerar como improductiva y hasta nociva para el interés
nacional la forma en que los grupos indígenas utilizaban los recursos maderables
del bosque. Ya desde la época de las Leyes de Reforma, pero sobre todo durante
el gobierno de Porfirio Díaz, numerosas tierras indias fueron expropiadas en
favor de los hacendados y de inversionistas extranjeros que practicaban la
agricultura capitalista a gran escala. Esto contribuyó a que la situación del
campo mexicano se deteriorara aceleradamente, ya fuera en manos de una clase
liberal empeñada en su idea de lograr el progreso a toda costa, o por la
necesidad de subsistir de campesinos empobrecidos que se volcaron sobre montañas
y territorios no explotados.
Uno de los principales motores del crecimiento económico del Porfiriato, el
sistema ferrocarrilero, con su expansión consumió y destruyó aceleradamente a
los recursos forestales de México. A su paso, la construcción y operación del
ferrocarril destruyó los bosques de numerosas regiones del país, para satisfacer
su demanda de madera para los durmientes de las vías, la construcción de
estaciones, la fabricación de postes o para utilizarse como combustible. El
Porfiriato protagonizó la más grande destrucción de los bosques de México desde
la época colonial.
La expansión del sistema ferroviario que vivió México durante el régimen del
presidente Porfirio Díaz, no sólo contribuyó a que se diera una acelerada
destrucción de los bosques en muchas regiones del territorio nacional. También,
contribuyó a que incontables especies de fauna silvestre fueran afectadas por la
expansión de la cacería, así como por la modificación y la destrucción de sus
hábitats naturales. Para el año de 1880 –al finalizar el primer período
presidencial de Díaz-, México contaba con cerca de 800 kilómetros de vías de
ferrocarril; para el término del Porfiriato –en 1911- existían ya un sistema
ferroviario de aproximadamente 25 mil kilómetros. Por aquellos días, en el norte
del país, concretamente en el estado de Chihuahua, la operación del ferrocarril
Río Grande, Sierra Madre y Pacífico propició no sólo el crecimiento de las
actividades mineras, madereras y ganaderas; también, abrió las puertas a la
cacería indiscriminada y, consecuentemente, al declive de la alguna vez
abundante fauna silvestre en el norte de México.
El gobierno de Porfirio Díaz también otorgó al dominio de los particulares las
entonces llamadas “tierras baldías”, que eran terrenos públicos y porciones de
territorio considerado ocioso y que resultaban indeseables por ser
improductivos. De esta manera, grandes extensiones de bosques y otros
ecosistemas fueron desmontados y transformados en suelo agrícola. Y es que los
liberales mexicanos del siglo XIX consideraban que el desarrollo del país
dependía justamente de la explotación de esas tierras, y poco o ningún crédito
se dio a quienes señalaban la necesidad de conservar a los bosques para
preservar el equilibrio de la naturaleza.
Muchos de quienes hablaban de la conservación de los recursos naturales durante
el Porfiriato, lo hacían argumentando el interés económico que estos tenían para
atraer a la inversión extranjera y para garantizar el suministro regular de
ciertas materias primas. Y si bien existía entonces la percepción generalizada
de que México era una fuente inagotable de recursos naturales, otros –como el
diplomático Matías Romero- ya señalaban a la expansión del ferrocarril y a la
aparición de fábricas, como los responsables de la escasez de madera y de la
desaparición de los bosques en la cercanía de los centros urbanos.
Sin duda, también hubo quienes entendían los importantes servicios ambientales
que prestan los árboles a la naturaleza. En una publicación del año de 1892, un
estudiante de medicina, Jesús Alfaro, identificaba a los árboles como un
componente esencial para el equilibrio de la naturaleza y les calificaba como
“los más preciosos guardianes de la salud”. En el texto, Alfaro reconocía las
propiedades medicinales de los árboles, así como su capacidad para conservar al
suelo en buenas condiciones y para retener el polvo y partículas patógenas
transportadas por el viento.
A pesar de todo, en el régimen de Porfirio Díaz sí hubo importantes esfuerzos a
favor de la conservación de los recursos naturales. El Ministerio de Obras
Públicas promovió trabajos de reforestación y para la protección de algunas aves
(como la garza). En 1894, fue promulgada una Ley Forestal que permitía al
gobierno establecer reservas forestales en terrenos nacionales y, también,
estableció disposiciones para la protección de algunas especies de fauna
silvestre. Bajo el amparo de esta ley, en 1898, Mineral del Chico, en el estado
de Hidalgo, se convirtió en reserva forestal.
LA ÉPOCA REVOLUCIONARIA

Una
de las demandas fundamentales de la Revolución Mexicana fue el reparto agrario,
que prometía recuperar de manos de los grandes
hacendados las tierras expropiadas a las comunidades rurales a lo largo de las
más de tres décadas de régimen porfirista. El Plan de San Luís, proclamado por
Francisco I. Madero, hizo de esta promesa el principal detonador del
levantamiento campesino en 1910.
La Constitución de 1917 –en su artículo 27- estipuló la restitución de tierras a
las comunidades que hubiesen sido despojadas y, también, impuso la obligación al
Estado de dotar con terrenos a los pueblos que carecieran de ellos. Para
lograrlo, se estableció expropiar y repartir toda aquella propiedad que
excediera las 50 hectáreas de tierras de primera calidad, dejando bajo la
responsabilidad de los estados y territorios de la república fijar la extensión
máxima que podía poseer una persona o sociedad legalmente constituida. Durante
los primeros años de la post-Revolución, el reparto agrario enfrentó muchos
problemas de orden político y administrativo, y no se llevó a cabo de manera
extensiva. De 1917 a 1934, fueron repartidas tan sólo 7.6 millones de hectáreas
en todo el país (el equivalente a menos del 4% del territorio nacional); sin
embargo, durante la presidencia del General Lázaro Cárdenas, se inició un cambio
radical de la estructura de la tenencia de la tierra y se efectuó el mayor
reparto agrario hasta entonces realizado en el país. Esto generó, de manera
simultánea, severos impactos en el medio ambiente y en los recursos naturales
del país.
Para poder cumplir con la promesa de dotar de tierras a las comunidades rurales,
durante el régimen del presidente Cárdenas fueron desmontadas grandes
extensiones de bosques en todo el territorio nacional. Fue tal el financiamiento
y los apoyos otorgados por el Estado para la expansión de terrenos agrícolas y
ganaderos (en detrimento del suelo forestal), que entre 1930 y 1966 la
producción agrícola en México creció más rápidamente de lo que lo hizo la
población. Tan sólo en el período de 1930 y 1946, el crecimiento demográfico del
país fue del 3.2% anual, mientras que la producción agrícola experimentó índices
de crecimiento del 7.1% en promedio.
A pesar de todo, el presidente Lázaro Cárdenas entendía y estaba preocupado por
la conservación de los recursos naturales del país, pues sabía de la importancia
de los bosques para mantener el ciclo del agua, el equilibrio climático y para
evitar la erosión del suelo. Ésta fue una de las principales prioridades de su
gobierno, durante el que fueron creadas reservas forestales y zonas protegidas,
además de la primera agencia autónoma de conservación en México: el Departamento
Forestal de Caza y Pesca (dirigido por el ingeniero Miguel Ángel de Quevedo). En
el discurso con el que anunció la creación de este departamento autónomo,
Cárdenas del Río colocaba a los recursos naturales como benéficos no sólo para
la economía, sino también para la salud y el bienestar de la población.
Además de decretar puntuales restricciones para el aprovechamiento de los
árboles, durante la administración del presidente Lázaro Cárdenas fueron
plantados más de dos millones de árboles tan sólo en el Distrito Federal, y
otros cuatro millones en el resto del país. Estas actividades incorporaron al
Ejército Mexicano, a cooperativas forestales, grupos civiles y estudiantes de
todos los niveles escolares. Simultáneamente, se dieron estímulos fiscales a
campesinos para la conservación de los bosques y, a través de las escuelas
forestales creadas por aquellos días, fueron preparados más de diez mil
empleados encargados de vigilar el cumplimiento de las restricciones para la
explotación de los bosques.
La conservación y protección de la vida silvestre durante la administración del
presidente Cárdenas también mereció importantes esfuerzos. Debido a la
sobreexplotación que sufrían algunas especies en el país, fue prohibida la
cacería del venado cola blanca, del venado bura, de pavos silvestres y
faisanes, así como del borrego cimarrón y el antílope. La caza de aves fue
también objeto de estrictas regulaciones jurídicas y convenios internacionales,
y lo mismo sucedió con las actividades pesqueras.
Como éstos, muchos otros esfuerzos fueron realizados por el gobierno de Lázaro
Cárdenas del Río para conservar y proteger los recursos naturales del país; si
bien no todo resultó siempre como se planeaba, sí significó un destacado período
en la historia de la ecología en México.
MIGUEL ÁNGEL DE QUEVEDO, EL APÓSTOL DEL ÁRBOL

La
historia de los esfuerzos realizados para la conservación de la riqueza natural
y de la protección ecológica en México, necesariamente debe dedicar un capítulo
a un personaje excepcional: el ingeniero jalisciense Miguel Ángel de Quevedo
(conocido también como el “apóstol del árbol”), nacido en Guadalajara en el año
de 1859.
Ciertamente influenciado por sus años de juventud en los Pirineos, Quevedo fue
un enamorado de los árboles y de las montañas. Sus estudios de ingeniería
hidráulica en Francia le dieron claridad sobre el estrecho vínculo entre los
bosques y el ciclo del agua, lo que le llevó a trabajar por la conservación de
los recursos naturales en México a lo largo del Porfiriato y durante un
importante período de la época post-revolucionaria. Uno de los primeros
proyectos en los que participó Miguel Ángel de Quevedo, fue en la construcción
de las grandes obras de desagüe del Valle de México: el Gran Canal y un túnel
que sacaría el agua de los lagos que rodeaban a la ciudad (ambos proyectos
terminados en el año 1900). Desde entonces, el joven ingeniero hidráulico
señalaba como una importante causa de las frecuentes inundaciones de la Ciudad
de México, a la descontrolada deforestación de las montañas circundantes del
valle. Citando las observaciones hechas durante el siglo XIX por Humboldt, por
José Antonio Alzate y Ramírez y por Juan de Torquemada, Miguel Ángel de Quevedo
sostenía que no sólo era necesario conservar los bosques, sino también procurar
no desecar por completo los lagos.
Pero, a pesar de la advertencia de Quevedo de que la extracción excesiva del
agua de los lagos podría traer consecuencias nefastas para el equilibrio
ecológico y la salud de los habitantes de la Ciudad de México, en el año de 1920
el proyecto de desagüe había drenado ya más de 900 kilómetros cuadrados del
lecho lacustre. Como consecuencia de esto, se registró una mayor presencia de
tormentas de polvo, la desaparición de diversos tipos de aves acuáticas y una
acelerada erosión del suelo en distintas zonas del Valle de México. Sin embargo,
Miguel Ángel de Quevedo responsabilizaba de estos fenómenos a la constante
deforestación de las montañas. Así lo concluyó también cuando, en 1889,
presenció cómo descendían de las montañas del oeste de la Ciudad de México
incontrolables torrentes de agua que, sin que nada les detuviera, arrasaban con
las obras del ferrocarril, con pobres viviendas y hasta con el ganado. Quevedo
urgió entonces a realizar trabajos de reforestación, a fin de recuperar los
antiguos y muy mermados bosques.
El reconocimiento de la función de los bosques en el equilibrio de las fuerzas
de la naturaleza, fue fundamental en el trabajo de Miguel Ángel de Quevedo.
Durante la construcción de obras portuarias en el Puerto de Veracruz, durante la
última década del siglo XIX, sembró árboles para tratar de menguar la fuerza de
los vientos del norte y para reducir los sitios de reproducción del mosquito
transmisor de la malaria y de la fiebre amarilla. También, comprobó cómo la
deforestación aumentaba la sedimentación en el lecho de los ríos, disminuyendo
así su potencial para la producción de electricidad.
Quevedo señalaba a la destrucción de los bosques del país y a la escasez de
agua, como un serio obstáculo para el desarrollo de la agricultura y para las
aspiraciones de industrialización y progreso enarboladas por el régimen de
Porfirio Díaz. En 1901, durante el Segundo Congreso Nacional sobre Clima y
Meteorología, Miguel Ángel de Quevedo culpó a la deforestación de ser la
causante de las severas sequías que aquejaban al centro del país, explicando que
la falta de cubierta vegetal reducía la presencia de lluvias y calentaba la
atmósfera. De esta manera, Quevedo exigió a la clase política porfirista la
formulación y adopción de nuevas y enérgicas leyes forestales. Sus argumentos
sensibilizaron positivamente a algunos miembros del Congreso; y es así que, con
la finalidad de promover acciones gubernamentales en favor de los bosques de
México, nació la Junta Central de Bosques, de la Miguel Ángel de Quevedo
fue nombrado su presidente.
En el invierno de 1904, la Ciudad de México estaba siendo azotada por fuertes
tormentas de polvo. El Secretario de Obras Públicas, Manuel González de Cosío,
solicitó entonces consejo a la Junta Central de Bosques, presidida por el
ingeniero Miguel Ángel de Quevedo, de cómo mitigar los efectos de este fenómeno.
La respuesta fue contundente: sembrar árboles.
Si bien las propuestas de Miguel Ángel de Quevedo no recibieron siempre el apoyo
de Porfirio Díaz ni de los funcionarios de su gobierno, por otra parte sí son
significativos los logros que obtuvo en materia de reforestación y creación de
áreas verdes. En el año 1900, en la Ciudad de México existían tan sólo dos
parques urbanos; al finalizar la década, y como resultado del programa de
parques de Quevedo, la capital del país contaba ya con 34 de éstos, que ocupaban
el 16% del suelo urbano. Y no fue una tarea fácil para Miguel Ángel de Quevedo
–ni para la Junta Central de Bosques- obtener la aprobación de la
población capitalina para estos proyectos; los terrenos baldíos que se
transformarían en parques, eran normalmente utilizados para realizar actividades
comerciales o como el lugar donde se instalaban ferias o circos (muy gustados
por los padres de familia). Hubo que emprender tareas de educación a la
población, para convencerles de los beneficios de las áreas verdes: superficies
arboladas, con pasto y bancas para descansar, eran definitivamente más
saludables que aquellos espacios insalubres y llenos de basura que frecuentaba
la población.
En el año de 1907, con el apoyo de José Yves Limantour, Secretario de Hacienda,
Miguel Ángel de Quevedo obtuvo el apoyo del presidente Porfirio Díaz para la
creación y ampliación de los Viveros de Coyoacán. En ese extenso terreno donado
por Quevedo a la Ciudad de México, se producían cedros, pinos, eucaliptos,
acacias y tamariscos –entre otras variedades de árboles-, que fueron plantados
en los desecados lechos de los lagos y en los cerros deforestados del Valle.
Para el año de 1914, los Viveros de Coyoacán llegaron a producir más de dos
millones 400 mil árboles, muchos de los cuales fueron también sembrados en
paseos, calles y parques de la Ciudad de México. En el 1908, con el apoyo del
gobierno de Francia, Miguel Ángel de Quevedo fundó la Escuela Forestal, donde
los estudiantes cursaban materias de arboricultura y silvicultura, además de
participar en tareas de reforestación y formarse como guardias forestales. En
1914, la difícil situación política y social por la que atravesaba el país
obligó al cierre de la escuela. Quevedo aportó enormemente al conocimiento de la
riqueza forestal y la biodiversidad del Valle de México.
En al año de 1909, la Junta Central de Bosques, presidida por él,
completó un inventario de los bosques de la Ciudad de México; éste arrojó que un
25% del territorio estaba conformado por bosques de abetos y pinos,
principalmente en las montañas del suroeste del valle, y concluyó que su
conservación era imprescindible para garantizar el abastecimiento de agua para
la ciudad.
El ejercicio realizado por la Junta Central de Bosques fue replicado en
toda la república mexicana y, para el año de 1911, se contaba ya con información
de los estados sobre la composición por especies y tamaño de bosques,
climatología e hidrología de las regiones, así como del uso que se hacía de los
productos forestales. Este importante esfuerzo, encabezado por el “apóstol del
árbol”, Miguel Ángel de Quevedo (y que incluso mereció el reconocimiento del
presidente norteamericano
Theodore Roosevelt),
constituye la primera compilación de estadísticas forestales realizada en
México.

Como
lo hemos visto, el ingeniero Miguel Ángel de Quevedo y Zubieta fue un ferviente
protector de los bosques y de los árboles de México durante el régimen del
presidente Porfirio Díaz. Esta pasión por la conservación y el incremento de la
riqueza forestal mexicana, llevó a que el llamado “apóstol del árbol” continuara
sirviendo al país a lo largo del período revolucionario e incluso por muchos
años después.
Durante el gobierno de Francisco I. Madero –quien, por cierto, cursó estudios de
agronomía en la Universidad de California en Berkeley-, Miguel Ángel de Quevedo
contó con el apoyo del presidente de la república para realizar plantaciones
forestales en los lechos de los pantanos del sureste de México. Cuando el
presidente Madero fue arteramente asesinado y Victoriano Huerta usurpó el poder,
en el año de 1913, Quevedo no ocultó su profunda antipatía hacia él. Por el
contrario, se opuso abiertamente a las intenciones del yerno del general
jalisciense de convertir al Desierto de los Leones en un lugar para
instalar casinos (al estilo Monte Carlo), y también criticó el retiro de árboles
de los paseos y parques de la ciudad para ser trasplantados en el rancho del
general Huerta en Azcapotzalco.
En el año de 1914, Miguel Ángel de Quevedo tuvo que exiliarse en Francia por
algunos meses. Sólo regresó a México después de la derrota de Huerta por parte
de las fuerzas constitucionalistas, para continuar con su trabajo de cabildeo en
favor de la conservación de la riqueza forestal del país. No es casual que el
único decreto emitido por el presidente Venustiano Carranza –en el año de 1917-,
fue el que declaró al Desierto de los Leones como parque nacional y
territorio sujeto a la protección tanto de sus bosques como de las ruinas
históricas ahí ubicadas. Miguel Ángel de Quevedo, apoyado por el Secretario de
Obras Públicas,
Pastor Rouaix Méndez,
trabajó activamente para convencer de ello al titular del ejecutivo.
Los esfuerzos de Quevedo para hacer de la conservación de los bosques nacionales
una prioridad del Estado y, consecuentemente, mandato para los gobiernos, se
vieron coronados con la redacción del artículo 27 de la Constitución Política de
1917, que a la letra dijo:
"La nación siempre tendrá el derecho de imponer sobre la propiedad
privada, las reglas que dicte el interés público y de reglamentar el uso
de los elementos naturales, susceptibles de apropiación de modo de
distribuir equitativamente la riqueza pública y salvaguardar su
conservación."
Cuatro años después del fallecimiento de su esposa, doña
Adolfina Carrara, Miguel Ángel de Quevedo fundó la Sociedad Forestal Mexicana
que, en 1923, publicaría el primer número de su muy prestigiosa revista
México Forestal. Este grupo de individuos visionarios
creía que cualquier ciudadano consciente tenía que pensar en el futuro y, por lo
mismo, debía –cito- "clamar contra el silencio de nuestro país hacia el
suicidio nacional que significa la ruina del bosque y el desprecio por nuestro
árbol protector." La Sociedad Forestal Mexicana sostenía que la conservación
de los bosques "no está restringida a los estrechos límites de las fronteras
nacionales, porque los bosques benefician a toda la humanidad, conservando el
equilibrio climático y la biología en general de todo el globo terráqueo."
Esta importante agrupación, encabezada por Miguel Ángel de Quevedo, trabajó en
la redacción del borrador de una ley forestal en el año de 1923; después de
algunas modificaciones, el presidente Plutarco Elías Calles promulgó –en 1926-
la Ley Forestal y, un año después, su reglamento. Estos ordenamientos jurídicos
serían el modelo para las subsecuentes leyes forestales de nuestro país.
En la década de los treinta, Quevedo realizó también actividades de conservación
de la vida silvestre. Concretamente, encabezó el Comité Mexicano para la
Protección de las Aves, agrupación que trabajó por la educación de la juventud,
la creación de parques urbanos y por la protección de los hábitats naturales de
las aves: los bosques. El presidente Lázaro Cárdenas, profundamente interesado
en la protección de los recursos naturales de México, se acercó a Miguel Ángel
de Quevedo desde el inicio de su gestión y pudo convencerle para encabezar el
Departamento Autónomo de Pesca y Caza. Desde esta posición, y con el apoyo
decidido del presidente de la república, Quevedo realizó una gigantesca labor en
favor de la educación ambiental y para la conservación de los recursos naturales
del país; entre muchas otras acciones, creó más de 40 parques nacionales y
cientos de viveros forestales a lo largo y ancho de todo el territorio
nacional.
Hasta su muerte, en el año de 1946, Miguel Ángel de Quevedo continuó con su
lucha en defensa de los bosques de México.
LA ÉPOCA DEL GENERAL LÁZARO CÁRDENAS DEL RÍO

El
gobierno del general Lázaro Cárdenas del Río, de 1934 a 1940, dio inicio a la
historia de la planificación del desarrollo nacional en México. En el período
cardenista es formulado el primer Plan Sexenal que no sólo establecía rumbo y
metas concretas para el conjunto de la administración pública federal, sino
también incorporaba la realización de importantes obras para la conservación y
el uso racional de los recursos naturales del país.
El presidente Cárdenas entendía la importancia de la conservación de los
recursos forestales por distintos motivos. Durante su gestión como gobernador de
Michoacán, presenció la voracidad con la que las compañías madereras talaron los
bosques y erosionaron extensas zonas de la entidad. Por otra parte, el general
Cárdenas compartía con el presidente norteamericano,
Franklin Roosevelt, la convicción de que el aprovechamiento racional y la
conservación de los recursos naturales era la mejor garantía para asegurar la
prosperidad futura de las naciones.
De igual forma, la Unión Panamericana recomendaba a los países latinoamericanos
declarar parques nacionales a los bosques y sitios naturales, poseedores de gran
riqueza tanto histórica como biológica. Por todo
esto, a lo largo del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, fueron creadas en
el país decenas de reservas forestales y zonas protegidas. Tan sólo durante ese
período de nuestra historia, fueron decretados más del 60 por ciento de los
parques nacionales que existen hoy en el país.
En el período 1936-1939, se establecieron en casi todo el territorio nacional
mecanismos normativos y administrativos para brindar protección a los entornos y
recursos naturales de importantes centros urbanos. En ciudades como León, en
Guanajuato; Nogales, en Sonora; y Pachuca, en el estado de Hidalgo, se
establecieron zonas de protección forestal en las que se vedaban las actividades
madereras y agrícolas, pero además era obligatorio para sus habitantes
participar en jornadas de reforestación.
Durante el gobierno del general Cárdenas, puertos como el de Acapulco y
Mazatlán, o ciudades como Cuernavaca, Puebla, Oaxaca y Chihuahua, entre muchas
otras, dispusieron de criterios de política pública para ordenar el territorio
y, así, aprovechar racionalmente sus bosques, montañas y ríos. Se procuró
limitar el crecimiento de la frontera agrícola y los grandes proyectos de
infraestructura (como lo fue entonces la hidroeléctrica del Río Necaxa, en los
estados de Puebla e Hidalgo), incorporaron medidas de protección ambiental y
conservación del entorno natural en el que se construyeron.
En el centro del país fueron decretados como parques nacionales sitios que, a la
fecha, son aún espacios naturales –más o menos conservados- a los que la
población acude frecuentemente para disfrutar de esparcimiento y la recreación.
Es el caso del parque nacional
"Insurgente Miguel Hidalgo y Costilla", también conocido como "La Marquesa"; o
“Fuentes Brotantes”, en Tlalpan; el Cerro de la Estrella, en Iztapalapa; o las
Grutas de Cacahuamilpa, en el estado de Guerrero, entre muchos otros.
El gobierno cardenista también considero como merecedores de protección a los
principales volcanes y cumbres de México, pues además de su connotación cultural
e histórica, en el Plan Sexenal se les identificaba certeramente como el origen
de las principales cuencas hidrológicas del territorio nacional. Este es el caso
–entre otros- del volcán Popocatépetl y del Iztaccihuatl; el Nevado de Toluca,
la Malinche, Cumbres de Monterrey, el Pico de Orizaba y el Volcán de Colima.
Muchos bosques considerados imprescindibles para la vitalidad de los principales
ríos del país, también fueros sujetos de protección en este período histórico.
Es el caso de las áreas forestales que rodeaban a la Laguna de Catemaco, en
Veracruz; las Lagunas de Chacahua, en Oaxaca, o Pátzcuaro, en Michoacán.
En fin, hay numerosos ejemplos del gigantesco esfuerzo de conservación de los
recursos naturales que realizó el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas del
Río (tendencia continuada –aunque ciertamente en menor escala- por su sucesor,
el general Manuel Ávila Camacho). La lección que nos deja el análisis y la
reflexión sobre los esfuerzos realizados durante este período, es que si bien es
necesario contar con instrumentos jurídicos y administrativos para llevar a la
conservación por un buen camino, ésta no es posible sin mecanismos de
vigilancia, la aplicación de estímulos y sanciones, ni tampoco en ausencia de la
decidida participación de la sociedad en la protección y cuidado de los recursos
naturales.
Ya
hemos hablado aquí de la enorme aportación que hizo el presidente Lázaro
Cárdenas del Río, durante la segunda mitad de la década de los treinta, para la
conservación de los bosques y las selvas del país. Sin embargo, hay que decir
también que durante su gestión hubo acciones concretas y muy relevantes
encaminadas a la protección de la vida silvestre en México.
Si bien el Departamento Forestal de Caza y Pesca, dirigido por Miguel Ángel de
Quevedo, daba prioridad a las tareas de conservación de los recursos forestales
de la nación, lo cierto es que la división de Caza de ese organismo autónomo
–dirigida por Juan Zinzer- también desplegó importantes acciones para proteger a
las especies animales ya seriamente amenazadas en esos días. Además de buscar
ordenar las también llamadas actividades cinegéticas, el gobierno de Cárdenas
estableció refugios de fauna silvestre y signó importantes convenios con los
Estados Unidos de Norteamérica para la protección de las aves migratorias.
De igual forma, México buscó frenar la cacería de especies sobreexplotadas en su
territorio (como el borrego cimarrón, el antílope o el venado cola blanca, entre
otros) y reafirmó la prohibición de cazar patos y otras aves en el Valle de
México con baterías de disparo (conocidas como “armadas”). Y si bien estas
regulaciones permitieron que la población de patos se incrementara hasta en un
40 por ciento en los humedales del altiplano mexicano, lo cierto es que en el
norte del país las actividades de los cazadores norteamericanos mermaron
severamente no sólo a las poblaciones de aves de caza, sino también de algunos
grandes mamíferos (como el oso gris, el lobo mexicano o el borrego cimarrón).
Aun existiendo convenios de cooperación entre ambos países, el Servicio de Peces
y Fauna Silvestre de los Estados Unidos documentó –en 1948- que los cazadores
estadounidenses que operaban en el norte de México mataban alrededor de 800
patos a la semana.
Inspirados en los clubes de caza norteamericanos, Juan Zinzer y los funcionarios
mexicanos veían en la creación de estos grupos la posibilidad de fomentar y de
asegurar la conservación de ciertas especies animales; sin embargo, los
cazadores mexicanos –muchos de ellos que mataban a los animales para alimentarse
o para venderles- rechazaron en los hechos todo intento por controlar sus
actividades. De hecho, la administración de Cárdenas otorgó ciertas concesiones
a los indígenas del Valle de México y del norte de la república, para cazar
patos y codornices sin hacerse por ello merecedores de penalidad alguna. En
1940, aparece en México una Ley de Fauna, que declaraba de interés público la
conservación, restauración y propagación de animales silvestres útiles para el
hombre y el control de animales dañinos”.
El presidente Cárdenas y sus colaboradores veían en la actividad pesquera una
enorme área de oportunidad. Por un lado, ayudaría a reducir la creciente demanda
de tierras de cultivo y, por el otro, significaba un potencial económico con
enormes posibilidades de desarrollo. Sin embargo, lo cierto es que la escasa
capacidad e infraestructura con la que contaba México para aprovechar las
pesquerías en sus litorales, llevó a que las flotas norteamericanas capturaran
en aguas nacionales –en la década de los treinta- más del doble de peces que los
mexicanos.
El gobierno del presidente Lázaro Cárdenas llevó a cabo algunos proyectos
pesqueros en cuerpos de agua dulce, como el lago de Pátzcuaro, en Michoacán; sin
embargo, los impactos en los ecosistemas locales no fueron nada positivos al
introducir especies exóticas de gran valor comercial, pero que abatieron a las
poblaciones endémicas de peces. Este fue el caso de la lobina negra, que mermó
dramáticamente a la población de pez blanco en Pátzcuaro.
El Departamento Forestal de Caza y Pesca, fue extinto en el año de 1940,
transfiriendo las responsabilidades de conservación de los recursos naturales a
la Secretaría de Agricultura. Profundamente decepcionado por la decisión del
presidente Cárdenas, Miguel Ángel de Quevedo acusó que todos los esfuerzos de
conservación de los bosques nacionales se vendrían abajo por el afán de
potenciar y ampliar las actividades agropecuarias en el país. De igual manera,
se denunció un exagerado relajamiento en la aplicación de la ley en materia de
caza y protección de la vida silvestre, al grado de comenzar a registrar la
reducción de poblaciones de patos, de borrego cimarrón y de antílopes.
Éste sería el inicio de un prolongado declive en la conservación de los recursos
naturales en México, aunado a un proceso de profundas transformaciones
demográficas, económicas, políticas, sociales y culturales del país.
DE ÁVILA CAMACHO A DÍAS ORDAZ (1940 - 1970)
En
la década de los cuarenta, México experimentó una serie de transformaciones que
profundizarían aún más el proceso de deterioro ambiental y la sobreexplotación
de los recursos naturales del país. Por aquellos años, inició un crecimiento
demográfico sostenido que nos llevó a transitar de ser un país con 20 millones
de personas y dominantemente rural –en 1940-, a uno con 48 millones de
habitantes (en una mayoría asentados en ciudades) al finalizar la década de los
sesenta.
La planeación del desarrollo nacional fue inaugurada por el presidente Lázaro
Cárdenas del Río –con su Plan Sexenal, en 1935-, y dio los instrumentos a las
subsecuentes administraciones para encaminar al país, a través de programas de
desarrollo, hacia un modelo de crecimiento dominantemente industrial y urbano.
Desafortunadamente, de 1940 a 1970 no prevaleció el mismo interés por la
conservación de los recursos naturales y de la vida silvestre, que caracterizó
al gobierno cardenista. Baste decir que el presidente Cárdenas decretó más de 40
parques nacionales durante su sexenio, y que sus sucesores, de 1940 a 1970, sólo
sumaron siete nuevos a la lista.
El campo mexicano, sus zonas agrícolas, ganaderas y forestales, así como sus
bosques, selvas y ríos, quedaron supeditados a la dinámica y a los procesos de
producción a gran escala del sector industrial. Los programas de desarrollo
gubernamentales contribuyeron decididamente al deterioro de los recursos
naturales del país, al promover –principalmente en el norte y centro del
territorio nacional- no sólo la construcción de grandes presas y la delimitación
de zonas de explotación forestal, sino también subsidiando el uso de maquinaria
pesada, de agroquímicos y de ciertos monocultivos de valor comercial. En este
contexto, la vigilancia del cumplimiento y la aplicación de las leyes para la
conservación no fueron verdaderas prioridades en la acción gubernamental durante
el período 1940 – 1970 y, en incontables ocasiones, las premisas del cuidado del
medio ambiente y de los recursos naturales del país sólo fueron parte de un
discurso oficial.
El presidente Manuel Ávila Camacho reconocía a la erosión del suelo como
una consecuencia de la deforestación, pero también como el resultado del atraso
tecnológico del campo mexicano. Así, durante su gestión no sólo decretó diversas
zonas sujetas a protección forestal en los estados de México, Tlaxcala, Hidalgo
y Querétaro, sino también –ciertamente de forma limitada- promovió la enseñanza
de técnicas para la conservación del suelo. Casi al finalizar su gestión, y
apoyándose en la Ley de Conservación del Suelo y Agua de 1946, el presidente
Ávila Camacho estableció un importante fondo público para financiar becas en los
Estados Unidos para agrónomos mexicanos que buscaban especializarse en técnicas
agrícolas y forestales modernas.
Sin embargo, la prioridad gubernamental era la promoción del crecimiento
industrial del país –lo que, por cierto, no se consideraba opuesto a los
esfuerzos para la conservación. Esto favoreció en los hechos que se modificaran
los límites de algunos parques nacionales (como el de Colima o el de Cumbres de
Monterrey), para permitir la explotación de los bosques o simplemente para dar
paso al crecimiento urbano. Más aún, con la intención de garantizar el
suministro suficiente de productos maderables para ser aprovechados por la
industria, Ávila Camacho creó las Unidades Industriales de Explotación Forestal.
Bajo esta figura, ciertas compañías papeleras hicieron uso de extensos terrenos
arbolados desde los años cuarenta e incluso hasta la década de los noventa (como
fue el caso de la Fábrica de Papel San Rafael y Anexas, S.A., que aprovechó
zonas forestales de varios municipios de los estados de Puebla, México y
Morelos, de 1947 a 1992).
En materia de protección de la vida silvestre del país, durante el período 1940
– 1970 predominaría en los esfuerzos de conservación una visión mercantilista,
desarticulada y análoga a la que permitió la explotación descontrolada de los
recursos forestales. Innumerables especies de flora y fauna consideradas
inútiles para la industria, no sólo fueron ignoradas en las políticas públicas
de conservación, sino deliberadamente perseguidas y mermadas por considerarles
dañinas para las actividades agropecuarias. En particular, éste fue el caso del
coyote y del lobo gris mexicano.

En
el año de 1946, el presidente Miguel Alemán Valdés puso en manos de la
Secretaría de Agricultura la responsabilidad de proteger los suelos de la
nación, facultades antes ejercidas por el extinto Departamento Autónomo Forestal
de Caza y Pesca. Y si bien la conservación de los recursos naturales del país no
fue una prioridad de su programa de gobierno, el primer presidente civil del
México moderno sí realizó algunas obras relevantes en este sentido.
Entendedor de la importancia de los bosques para mantener el equilibrio de los
ríos y de las cuencas hidrológicas del territorio nacional, Miguel Alemán
estableció reservas forestales y zonas protegidas para conservar en buenas
condiciones a los sistemas de riego y, desde luego, garantizar la generación de
energía en las plantas hidroeléctricas del país. Por la misma razón, y para
lograr la recuperación de los deteriorados bosques del centro del país, decretó
la prohibición total para la explotación de los bosques en el Distrito Federal,
los estados de México, Querétaro y Morelos.
Para enfrentar los problemas de la creciente erosión del suelo y la escasez de
agua en distintas regiones del país, el presidente Alemán promovió la creación y
operación de comisiones estatales de conservación de suelo y agua. Estos
organismos tenían la función de procurar la conservación de los bosques
nacionales y el correcto funcionamiento ambiental de aquellas vertientes que
eran importantes para los sistemas de riego y para garantizar la generación de
electricidad. Si bien durante su administración el presidente Miguel Alemán
decretó como reserva forestal a la Sierra de Juárez y como parque nacional a las
montañas de San Pedro Mártir, ambas en el estado de Baja California, por otra
parte, redujo la superficie protegida y autorizó la explotación de terrenos
ubicados en los parques nacionales de Cumbres del Ajusco, Lagunas de Zempoala y
Popocatépetl-Iztaccíhuatl. De igual forma, otorgó a las fábricas de papel San
Rafael y Anexas una unidad de explotación forestal que abarcó y les permitió
utilizar (durante más de cuarenta años) considerables extensiones de los bosques
situados en varios municipios de los estados de Puebla, México y Morelos.
En 1948, la administración alemanista impulsó la aprobación de una Ley Forestal
que, entre otros propósitos, buscaba asegurar el abastecimiento de productos
forestales para la industria y conservar y mejorar las condiciones naturales de
los bosques y de la fauna silvestre del país. Pero, a pesar de estos esfuerzos,
problemas ambientales como la erosión del suelo, la contaminación del agua y del
aire, avanzaban de la mano de la urbanización del país. Para el año de 1949, la
población de la Ciudad de México alcanzaba ya los tres millones de habitantes,
la deforestación de los bosques en las cuencas hidrológicas estaba descontrolada
y –por si esto fuera poco- la formación de cuadros técnicos que vigilaran los
bosques del país era poco menos que escasa.

La administración del presidente Adolfo Ruiz Cortines, de 1952 a 1958,
reconoció sólo en el discurso lo dañinos que eran para el desarrollo nacional
problemas como la pérdida de los bosques, la erosión del suelo y la caza
descontrolada de ciertas especies animales. Pero, en los hechos, Ruíz Cortines
otorgó concesiones para la explotación forestal –particularmente a las empresas
ferrocarrileras-, que resultaron en una grave devastación de los bosques
nacionales; redujo sustancialmente los recursos para combatir la erosión de los
suelos nacionales; y, a pesar de haber promulgado una Ley de Caza en el año de
1952, no destinó recursos para la vigilancia y la persecución de la fauna
silvestre fue ciertamente despiadada. Este fue el caso del lobo gris mexicano y
del coyote que, en el año de 1954, bajo la presidencia de Adolfo Ruíz Cortines y
con la complicidad de autoridades norteamericanas, fueron envenenados
masivamente. Fue tal la devastación de estas especies que, para el año de 1981,
el Servicio de Pesca y Fauna de los Estados Unidos calculó que en el norte de
México sólo sobrevivían menos de treinta lobos grises.
En los hechos, las cosas no cambiaron mucho durante la administración de
Adolfo López Mateos. A pesar de haber integrado un programa forestal con
metas definidas y con una visión más integral de la actividad, menos del dos por
ciento de los agricultores nacionales aplicaban técnicas para la conservación de
los suelos. Y, aunque el presidente López Mateos contaba entre sus colaboradores
con destacados conservacionistas, como el biólogo Enrique Beltrán, la protección
de la fauna silvestre se limitó casi exclusivamente a las especies animales
preferidas por los cazadores deportivos nacionales y extranjeros.
En el año de 1959, el gobierno federal decretó como parques nacionales a las
Lagunas de Montebello, en Chiapas, y, más adelante, a los bosques de
“Constitución de 1917”, en Baja California, y “General Juan Álvarez”, en
Guerrero. En 1961, se declara refugio de fauna silvestre a las Islas de Contoy,
en Quintana Roo, y –en 1964- a las Islas Tiburón y Rasa, en Sonora y Baja
California, respectivamente. También en 1961, México adopta el programa de la
Fundación Rockefeller conocido como la Revolución Verde, que incorporó a
las actividades agrícolas el uso intensivo de maquinaria, agroquímicos y
especies vegetales relativamente resistentes. Las consecuencias de la
Revolución Verde se vivieron a finales de los años sesenta, con la pérdida
de la fertilidad de los suelos, la contaminación de ríos y arroyos, así como con
casos de envenenamiento por pesticidas.
Con menos del dos por ciento del presupuesto de la Secretaría de Agricultura
asignado a la conservación del suelo y del agua, la presidencia de Gustavo
Díaz Ordaz sumó alrededor de un millón de hectáreas de tierras cultivables
erosionadas. Afortunadamente, las administraciones subsecuentes retomarían los
esfuerzos por la conservación de los recursos naturales y la protección del
medio ambiente, como una prioridad de sus programas de gobierno.
EL ECHEVERRIATO Y EL LOPEZPORTILLISMO (1970-1982)
El
inicio de la década de los setenta en México marca el declive del modelo de
crecimiento económico conocido como el “desarrollo estabilizador”, e inaugura un
nuevo esquema de políticas públicas donde –supuestamente- los beneficios de las
actividades productivas nacionales deberían ser compartidos por todos los
sectores de la sociedad. Sin embargo, el acelerado crecimiento demográfico, la
urbanización y la industrialización experimentados durante los 30 años previos,
profundizó la sobreexplotación de los recursos naturales y el avanzado deterioro
ambiental en el país. A lo largo de ese período la población del país se duplicó
y, de los 48 millones de mexicanos que había en 1970, más de la mitad vivía ya
en ciudades.
El sector industrial creció en tal magnitud que pasó de contribuir con una
cuarta parte al Producto Interno Bruto, a significar un tercio del total de la
actividad económica del país. La desmedida concentración poblacional y de
industria en ciudades como el Distrito Federal, Puebla, Toluca o Guadalajara,
entre otras, derivó en complejos problemas de contaminación del aire, del agua y
del suelo; situación que, indiscutiblemente, contribuyó a un creciente
empobrecimiento de las condiciones de vida de amplios sectores de la sociedad,
así como a la adopción de patrones y hábitos de consumo ambientalmente
insostenibles.
El campo mexicano también sufrió una severa crisis durante los años 60, que
habría de exacerbarse en la década de los 70. La producción agrícola crecía en
una tasa menor al uno por ciento anual, mientras que la población los venía
haciendo al tres por ciento.
Buscando reducir la dependencia externa y satisfacer la creciente demanda de
tierra para producir alimentos, el gobierno impulsó –en 1965- el megaproyecto
conocido como Plan Chontalpa, Tabasco. La intención era convertir a esta
región del trópico húmedo en el granero nacional, lo que provocó la tala de
decenas de miles de hectáreas de selva para transformarles en cultivos
agrícolas. En el año de 1972, el gobierno de Luís Echeverría Álvarez
(1970-1976) instituyó un Programa y una Comisión Nacional de Desmontes
que, con la fuerza de pesada maquinaria y el arrastre de cadenas, arrasó con la
selva e importantes ecosistemas tropicales húmedos en la región de la Chontalpa,
el Istmo de Tehuantepec y Balancán – Tenosique.
El eventual fracaso de la actividad agrícola en la región y la creciente demanda
de productos lácteos y cárnicos en los centros urbanos, terminó convirtiendo a
la ganadería extensos territorios de los estados de Tabasco, Veracruz y Chiapas.
En este último, incluso, se estableció una empresa dedicada a explotar la madera
de la Selva Lacandona y a dar tierras a campesinos de otras regiones del país.
Por su parte, en el norte de territorio nacional, la implementación del programa
conocido como la Revolución Verde mermó significativamente las reservas
de agua y provocó serios problemas de contaminación y salud pública por el uso
intensivo de químicos sintéticos –como el DDT- en la agricultura. Al igual que
sucedió durante la administración del presidente Día Ordaz, Luís Echeverría
restó toda importancia a los esfuerzos de conservación de los recursos naturales
del país. A lo largo de ambos períodos sexenales no fue decretada ninguna nueva
área natural protegida y, por el contrario, se desatendió y se retiró el
financiamiento a importantes programas ambientales (como –por ejemplo- el de
restauración del Lago de Texcoco, que controlaba las tolvaneras en la Ciudad de
México).
A diferencia de lo que sucedía en los Estados Unidos de Norteamérica en los años
70, el gobierno mexicano no buscó establecer en la legislación una respuesta
efectiva a las crecientes demandas de la población en materia ambiental. En
1971, Echeverría Álvarez promulgó la Ley para la Prevención y el Control de la
Contaminación, cuya aplicación estaba en manos de una Subsecretaría de
Mejoramiento Ambiental, dentro de la Secretaría de Salubridad y Asistencia –que
no estuvo exenta de confrontaciones y falta de apoyo por parte de la Secretaría
de Agricultura y Recursos Hidráulicos y de otras. A pesar de que la ley
establecía la posibilidad de que la población denunciara ante las autoridades a
los contaminadores y de que ofrecía estímulos fiscales a la descentralización de
la industria, lo cierto es que su aplicación fue prácticamente nula y temerosa
ante la posibilidad de desestimular el crecimiento industrial en el país.
Durante la década de los 70, y en medio de este panorama de franco abandono
de la política de conservación de la naturaleza, es también cuando surgen en
México y en el contexto internacional importantes esfuerzos para llamar a
los gobiernos y a la población mundial a adquirir compromisos y sumar
acciones en favor de la protección ambiental.

Las
acciones que realizó el gobierno de México en los años 70 en materia de
protección del medio ambiente y conservación de los recursos naturales,
fueron escasas y en muchos momentos francamente regresivas y hasta
destructivas. He citado ya el caso del Programa Nacional de Desmontes
durante el gobierno del presidente Luís Echeverría, que acabó con la mayor
parte de las selvas del sureste mexicano en su propósito de transformarles
en campos agrícolas y ganaderos.
También durante esa década, las grandes concentraciones urbanas del país –y
en especial, la Ciudad de México- crecieron aceleradamente y sufrieron
profundas transformaciones. Los problemas ambientales se incrementaron e
hicieron más complejos; la contaminación del aire y el agua, el inadecuado
manejo y disposición final de los residuos o el desorden en el uso del
territorio en la capital del país, fueron temas poco o nada atendidos por la
administración echeverrista. Es penoso que una campaña de sensibilización
social tan exitosa como lo fue aquella que invitaba a la población a “poner
la basura en su lugar”, y que llenó a las calles del Distrito Federal
con llamativos contenedores metálicos y con “pegajosos” mensajes
publicitarios, nunca haya estado vinculada a un programa más amplio de
educación ambiental para la población o –menos aún- aprovechada para
fomentar la inversión económica en infraestructura para el manejo, reciclaje
y disposición final de los residuos sólidos.
Ante esta complejidad, y preocupados por la urgente necesidad de contar con
respuestas a los problemas ambientales del país, algunas personas y
agrupaciones ciudadanas organizaron sus esfuerzos en favor de la
conservación de los recursos naturales y el medio ambiente. Digamos que ésta
fue la respuesta más natural, en un México en el que la sociedad civil
(llámense médicos, obreros, ferrocarrileros o estudiantes universitarios)
reclamaba espacios para participar en la toma de decisiones nacionales.
En el contexto internacional hubo distintos hechos que contribuyeron a
detonar aquí tímidas acciones de gobierno pero, sobre todo, que favorecieron
la presencia de grupos de ciudadanos preocupados por el equilibrio entre el
desarrollo económico, el bienestar social y el cuidado de la naturaleza. En
1971, la
Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la
Cultura (UNESCO), inició el programa “el hombre y la biósfera” que, entre
otros aspectos, reconocía la importancia de procurar una relación armoniosa
entre la gente y el medio ambiente, para hacer viable el desarrollo futuro
de la humanidad. Este programa dio origen al establecimiento de un sistema
global de áreas naturales, protegidas y manejadas bajo la categoría de
“Reserva de la Biosfera”; la UNESCO entendía que la conservación de los
recursos naturales era importante no sólo para la prosperidad de cada
nación, sino para el bienestar de todo el planeta. Un año después del inicio
del programa, y como el resultado de la colaboración entre el recién creado
Instituto de Ecología y el gobierno del estado de Durango, el desierto de
Mapimí y el bosque seco de La Michilía se establecieron como reservas de la
biosfera.
En 1972, en Estocolmo, Suecia, se realizó la Conferencia de las Naciones
Unidas sobre el Medio Ambiente Humano. Ahí, se replanteó el concepto de
desarrollo y, sobre todo, se cuestionó su evaluación a partir de indicadores
de crecimiento económico y de producción industrial exclusivamente. El nivel
de desarrollo de cualquier nación, ahora, debía incorporar la situación de
los derechos de la gente a la alimentación, el acceso a la vivienda y a un
medio ambiente limpio, así como a la dignidad humana y el grado de libertad
política y social alcanzados. No es casual entonces que, durante el régimen
de Luís Echeverría, se realizaran distintos programas para mejorar la
alimentación de ciertos segmentos de la población; o que, en 1972, fuera
creado el Instituto del Fondo Nacional para la Vivienda de los Trabajadores
(INFONAVIT).
El discurso de los derechos humanos y el de la defensa de la ecología –como
lo aseguraba el maestro Carlos Monsiváis-, ampliaron el campo del humanismo
a partir de los años 70. Desafortunadamente, en México prevaleció aún por
mucho tiempo la falaz premisa de que para financiar el crecimiento
industrial y garantizar el bienestar social, se podía echar mano casi
ilimitadamente de la riqueza de los ecosistemas y los recursos naturales del
país.
El
gobierno del presidente José López Portillo (1976-1982), al igual que
el de su antecesor, Luís Echeverría Álvarez, conservó una visión
utilitarista en lo referente a la protección del medio ambiente y la
conservación de los recursos naturales del país. A pesar de la existencia de
algunas disposiciones legales y normativas para el control de la
contaminación ambiental, López Portillo consideraba contraproducente su
aplicación pues –desde su perspectiva- ello inhibiría el crecimiento
industrial, aumentaría los precios de bienes y servicios y reduciría la
competitividad del país en los mercados internacionales. “En nuestros días
–afirmaba José López Portillo- es más fácil controlar a la naturaleza que
ordenar la sociedad”.
En el marco de la Reforma Administrativa, que sectorizó por ramos de
actividad a la administración pública federal, la planeación y dirección de
la política ambiental del país continuó siendo responsabilidad de la
Secretaría de Salubridad y Asistencia. En 1978, López Portillo creó una
Comisión Intersecretarial que coordinaría los programas ambientales entre
las distintas secretarías de Estado, pero en los hechos ésta no tendría
resultados de relevancia. Existieron esfuerzos aislados por incorporar
programas de educación ambiental en las escuelas primarias y secundarias del
país, pero éstos fueron insuficientes y de una pobreza tal que no pudo
formarse una percepción consistente entre los estudiantes sobre la gravedad
y la magnitud de los problemas ambientales del país. Por el contrario, el
gobierno federal fue el principal promotor y ejecutor de una activa
destrucción del medio ambiente y de la sobrexplotación de los recursos
naturales de la nación.
Cuando los países árabes suspendieron la venta de petróleo a los Estados
Unidos y Europa Occidental, por su apoyo a Israel durante la Guerra de Yom
Kipur, y en México fueron descubiertos importantes yacimientos de
hidrocarburo en Chiapas, Tabasco y la Sonda de Campeche, nuestro país se
posicionó como el principal exportador de de crudo. Los ingresos petroleros
hicieron que el Producto Interno Bruto de México se elevara al 8% anual y
que la tasa de desempleo se redujera en un 50%. Confiado, el presidente
López Portillo aseguraba que México, país de contrastes, había estado
acostumbrado a administrar carencias y crisis. Ahora, con el petróleo,
tendríamos que acostumbrarnos a administrar la abundancia.
Las ganancias obtenidas por la venta de este recurso natural no renovable,
fueron canalizadas por el gobierno a la construcción de importantes obras de
infraestructura (como presas, carreteras y equipamiento urbano). Esto,
intensificó el ritmo de la deforestación de los bosques y selvas nacionales,
así como la erosión por el uso intensivo del suelo y la industrialización de
las actividades agrícolas. Por su parte, el crecimiento urbano en distintas
regiones del país se intensificó sin tomar en cuenta los impactos
ambientales que esto causaría. En la capital de la república, por ejemplo,
la construcción de los
Ejes Viales implicó la demolición total o parcial de miles de viviendas,
casas y edificios, así como la reubicación o el retiro de parques y
camellones arbolados. Para abrir paso al automóvil como el gran protagonista
del espacio urbano, se afectó al patrimonio de incontables familias y se
transformó la imagen de muchísimas colonias tradicionales.
También, con la intención de promover el turismo en los destinos de playa
del país, el gobierno de López Portillo realizó obras que afectaron
permanentemente a importantes ecosistemas costeros. Este fue el caso de la
alteración de los sistemas lagunares y de manglares que existían donde hoy
se ubica la ciudad de Cancún, o el del absurdo exterminio de la singular
vegetación que crecía de forma endémica en el Morro de Acapulco. Resulta que
el gobierno federal instaló un sistema de bombeo sobre esta formación rocosa
que, haciéndole ver como una gigantesca fuente enclavada en la bahía,
lanzaba a gran altura un copioso chorro de agua del mar. En pocos meses y
como consecuencia de la excesiva salinidad, desaparecieron para siempre los
centenarios arbustos que de forma natural cubrían al Morro de Acapulco así
como la colonia de aves que ahí habitaba.
El
sucesor de José López Portillo, el presidente Miguel de la Madrid
(1982-1988), desde su campaña incorporó en su discurso los temas ambientales
y su administración efectuó arreglos institucionales que contribuyeron a
perfilar, en la década de los 90, el inicio de una política pública
ambiental con mayor peso y alcances.
LA ÉPOCA DE MIGUEL DE LA MADRID Y CARLOS SALINAS DE GORTARI (1982-1994)

En
la década de los 80, México experimentó las consecuencias ambientales de su
vigoroso crecimiento urbano y reconoció la necesidad de llevar a cabo
acciones para combatirlas. Problemas como la contaminación atmosférica en la
capital y en otras ciudades del país, o el uso desordenado del territorio y
la sobrexplotación de los recursos naturales, entre muchos otros,
deterioraban palpablemente la calidad de vida de la población y –más que
nunca- planteaban desafíos que reclamaron acciones del Gobierno y de la
sociedad.
También es cierto que, en el contexto internacional y desde los años 70, las
Naciones Unidas comenzaron a incorporar al concepto de desarrollo criterios
ecológicos. El grado de bienestar alcanzado por las naciones no sería
evaluado ya exclusivamente a la luz de los indicadores económicos o del
crecimiento de la producción industrial; ahora, aspectos como el acceso de
la población a la vivienda, a la educación, a la alimentación o a la salud,
o el ejercicio pleno del derecho a gozar de de un medio ambiente limpio,
integrarían la ecuación para determinar el nivel de desarrollo de cada
sociedad.
En 1983, el gobierno del presidente Miguel de la Madrid creó a la
Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología (SEDUE), poniendo por primera vez
al tema del cuidado del medio ambiente y de la protección de los recursos
naturales, en la jerarquía de Secretaría de Estado. La SEDUE concentró entre
sus facultades regular el ordenamiento territorial de los asentamientos
humanos, la construcción de obras públicas, así como la conservación de la
flora y la fauna del país. Temas que, por cierto, venían siendo atendidos de
manera dispersa por las secretarías de Agricultura y Recursos Hidráulicos,
la de Asentamientos Urbanos y Obras Públicas, y la de Salud. Y, sin duda, la
demanda de infraestructura y de servicios públicos en las grandes
concentraciones urbanas, acaparó preferentemente la atención y los recursos
presupuestales de la SEDUE durante la década de los 80. En cambio, las
acciones para proteger y preservar al medio ambiente se limitaron a la
creación y manejo de áreas naturales protegidas, y a atender algunos
programas de control de la contaminación y para la conservación de la flora
y la fauna del país.
A pesar de los esfuerzos del gobierno federal para coordinar las acciones de
sus dependencias y entidades en torno a las políticas ambientales, en los
hechos, la dinámica propia de cada sector de la administración pública
dificultó la implantación de lineamientos ambientales de carácter general.
En 1987, el presidente Miguel de la Madrid creó una Comisión Nacional de
Ecología, espacio en el que, teóricamente, representantes de los distintos
sectores gubernamentales y sociales acordarían acciones conjuntas para
proteger al medio ambiente. Según lo han testimoniado ex-funcionarios de la
extinta SEDUE, la instrumentación de la política ambiental en el país se
enfrentaba no sólo a los obstáculos de coordinación intersectorial o con
discordias de carácter político; también, resultaba un importante freno para
su aplicación la falta de preparación de los servidores públicos en los
temas ambientales, al igual que la resistencia de los empresarios y de la
población en general para cambiar prácticas productivas y hábitos de
consumo.
En los años 80 hubo, efectivamente, diversas acciones del gobierno federal
dirigidas a regular y a sancionar las actividades industriales
contaminantes. En la frontera con los Estados Unidos, por ejemplo, se
estableció la obligación que tenía la industria maquiladora de regresar a su
país de origen cualquier residuo peligroso resultante de sus procesos. O, en
el caso de la Ciudad de México, y como respuesta a las contingencias por los
altos niveles de contaminación del aire, las autoridades decretaron en
varias ocasiones la suspensión de las actividades en una gran proporción de
la planta industrial del centro del país. En 1986, inició la operación en el
Valle de México de la Red Automática de Monitoreo Atmosférico (RAMA) que, a
través de 25 estaciones y usando equipos automáticos y manuales, realizaron
mediciones de las concentraciones de monóxido de carbono, dióxido de azufre,
óxidos de nitrógeno y ozono, así como de las partículas suspendidas totales
y su contenido de plomo.
En contraste, la industria petrolera (que en la década de los 80 generó más
de la mitad de los ingresos del gobierno federal) por lo regular estuvo
exenta del cumplimiento de sus obligaciones ambientales. Los impactos de la
paraestatal PEMEX en los ecosistemas de los estados del sureste mexicano, o
–en 1985- sobre la población de San Juan Ixhuatepec, en el Estado de México,
dan cuenta del descuido que tuvo la administración de Miguel de la Madrid en
materia de protección ambiental. Al final de su gestión, con la publicación
de la Ley General para el Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente,
el ejecutivo federal buscaría sentar las bases para ordenar las
atribuciones del Estado Mexicano en materia de preservación del medio
ambiente y protección de los recursos naturales.
En
lo que significó un intento por ordenar los esfuerzos y, desde luego, las
atribuciones del Estado mexicano en materia de preservación del medio
ambiente y protección de los recursos naturales, en el año de 1988 –durante
la administración del presidente Miguel de la Madrid- se publicó la Ley
General para el Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente. En su
exposición de motivos, se explicaba que el control y la prevención de la
contaminación, la adecuada utilización de los recursos naturales y el
mejoramiento del medio ambiente de las comunidades humanas, eran condiciones
básicas para garantizar el bienestar y una adecuada calidad de vida para la
población.
La LEGEEPA –como se le conoce a esta ley- estableció la obligación del
gobierno federal de considerar los asuntos ambientales en la planeación del
desarrollo nacional, y delegó mayor autoridad a los gobiernos estatales y
municipales para atender esta problemática. Entre otras disposiciones, la
LEGEEPA estableció mecanismos para el control de la contaminación del aire,
del agua, del suelo y el ruido, así como para el adecuado manejo de los
desechos peligrosos de la industria; y, junto con otras propuestas
ciertamente novedosas, la ley buscaba propiciar el tratamiento y la
reutilización de las aguas residuales, la aplicación de técnicas para
combatir la erosión del suelo y la adopción de prácticas agrícolas amables
con el medio ambiente. Retomando la tradición de los conservacionistas
mexicanos, el gobierno federal reconocía que el cuidado de la diversidad
biológica y la creación y manejo de áreas naturales protegidas, eran
necesarias no sólo para preservar a los ecosistemas representativos de
México, sino también para garantizar la continuidad del proceso mismo de la
evolución. Es bajo el amparo de esta ley que, el 30 de noviembre de 1988, el
gobierno de Miguel de la Madrid decretó como “reserva de la biósfera” a
El Vizcaino, uno de los ecosistemas más extensos, bellos y
representativos de la diversidad biológica en la península de Baja
California.
Desde su campaña y al iniciar su administración, el presidente Carlos
Salinas de Gortari (1988-1994) postulaba que el progreso del país no
debería significar mayor degradación y destrucción de los recursos
naturales. Asumía que la protección ambiental no tenía por qué implicar un
obstáculo para la industrialización o el crecimiento económico, sino –por el
contrario- representaba una condición esencial para garantizar el bienestar
de todos los mexicanos. Particularmente preocupado por la degradación
ambiental del Valle de México, Salinas de Gortari impulsó –entre otros-
programas de restauración ecológica en los humedales de Xochimilco, elevó en
400% las tarifas del agua para fomentar su cuidado y realizó campañas de
reforestación. Entre las medidas más contundentes para combatir la
contaminación del aire en la Ciudad de México (y retomando propuestas de
organizaciones ambientalistas y de la sociedad civil), el ejecutivo federal
comenzó la aplicación –en noviembre de 1989- del programa “Hoy no Circula”,
que retiró de la circulación a medio millón de automóviles cada día hábil de
la semana.
De manera complementaria a esta medida, se promovieron transformaciones
tecnológicas para reducir la contaminación atmosférica. Es el caso de la
instalación masiva de convertidores catalíticos en los motores de una
ciertamente envejecida planta vehicular, o el de la sustitución y
mejoramiento de las gasolinas. También, en 1991, el gobierno federal cerró
la Refinería 18 de Marzo, en los límites de las delegaciones Azcapotzalco y
Miguel Hidalgo; y entre los meses de febrero y mayo de ese mismo año,
clausuró alrededor de 80 fábricas que violaban la normatividad de calidad
del aire. Ese mismo año, el presidente Salinas de Gortari prohibió la
explotación comercial de la tortuga marina y, como respuesta al embargo
atunero impuesto a México por el gobierno estadounidense, instrumentó un
programa de observadores internacionales para constatar que la flota
pesquera mexicana protegía a los delfines.
En junio de 1992, en Río de Janeiro, Brasil, se llevó a cabo la Conferencia
de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo. Los acuerdos
alcanzados en esta histórica reunión y, sobre todo, la definición de
lineamientos estratégicos para instrumentar el desarrollo sustentable,
influirían de manera definitiva en el rumbo de la política ambiental
mexicana.
ERNESTO ZEDILLO Y LA SEMARNAP
En
la década de los 90, la preocupación por el avanzado deterioro ambiental,
por la pérdida acelerada de los recursos naturales y de la biodiversidad en
distintas regiones del planeta, ocupó la atención de organismos
internacionales y de los gobiernos nacionales. En junio de 1992, la Cumbre
de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo –en Río de
Janeiro- declaró que el derecho de la humanidad al desarrollo debe ejercerse
de forma tal, que no comprometa la posibilidad de que las generaciones
futuras dispongan tanto de recursos naturales como de un medio ambiente
adecuados para su bienestar.
A partir de entonces, fue claro para todos que la protección del medio
ambiente era una condición básica para el desarrollo y que debería ser
considerada por todas las naciones, para poder alcanzar y garantizar la
permanencia de mejores niveles de bienestar social. La Organización de las
Naciones Unidas acordó un conjunto de lineamientos estratégicos en torno a
la instrumentación del desarrollo sustentable –plasmados en la Agenda 21-,
mismos que México ratificó y se comprometió a cumplir.
El gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) sentó las bases jurídicas
e institucionales sobre las que hoy transcurre la política ambiental del
país. Con la creación de la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales
y Pesca (SEMARNAP) –en 1994-, fueron reunidos y organizados en un solo
sector de la administración pública, recursos, atribuciones y capacidades
institucionales, que hasta entonces eran competencia de otras secretarías de
Estado. La SEMARNAP se constituyó con los recursos de diversas áreas de la
Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos y de las extintas
secretarías de Desarrollo Urbano y Vivienda (SEDUE), de la Desarrollo Social
(SEDESOL) y de la Secretaría de Pesca. Sectorizó a organismos paraestatales
como la Comisión Nacional del Agua, el Instituto Nacional de Ecología y la
Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, entre otros.

Con las reformas hechas en 1996 a la Ley General del Equilibrio Ecológico y
la Protección al Ambiente –y también, en el Plan Nacional de Desarrollo
1995-2000-, quedaron sentados los instrumentos básicos de la política
ambiental del país. La ley distribuyó competencias entre los órganos de la
administración pública federal y los tres órdenes de gobierno, definió
criterios generales para el ordenamiento ecológico del territorio y creó
mecanismos normativos para la conservación de la biodiversidad, la
prevención de la contaminación y para la participación ciudadana. El
presidente Zedillo puso especial acento en la protección de los ecosistemas
mexicanos ricos en diversidad biológica, que hasta entonces estaban poco
representados en el conjunto de áreas naturales protegidas del país.
Territorios relativamente pequeños y con gran variedad de flora y fauna, o
ecosistemas marinos no considerados suficientemente en los ordenamientos
ecológicos, fueron incorporados al sistema nacional de áreas naturales
protegidas.
Al final de su mandato, en el año 2000, Ernesto Zedillo creó la Comisión
Nacional de Áreas Naturales Protegidas (CONANP), con la finalidad de
articular eficientemente las acciones de conservación del patrimonio natural
de México y de hacer sustentable el desarrollo económico y social de las
comunidades asentadas en su entorno. Durante el evento en el que se anunció
la creación de la CONANP (cuyas facultades había venido concentrando el
Instituto Nacional de Ecología), el Presidente de la República dio a conocer
la decisión de su administración de negar a la Empresa Exportadora de Sal,
S.A., los permisos para construir una mega planta desalinizadora en la Bahía
de San Ignacio, en Guerrero Negro, Baja California. El ejecutivo federal
justificó esta determinación argumentando razones estrictamente ambientales
(la modificación del paisaje) y, desde luego, en prevención de los impactos
que la operación de la planta pudiera tener sobre especies las marinas de la
península –y, especialmente, en el ciclo reproductivo de la ballena gris.
En ésta, como en otras decisiones de política ambiental durante el régimen
de Ernesto Zedillo, la participación de las organizaciones ciudadanas y su
inclusión en mecanismos institucionales de consulta, tuvo una influencia muy
destacada.
La
Cumbre de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo –en Río
de Janeiro, en el año de 1992-, reiteró a los gobiernos del todo el mundo
que junto con el derecho a la educación y al acceso de la sociedad a la
información sobre la situación del medio ambiente y los recursos naturales,
la participación ciudadana es también una condición primordial para aspirar
al desarrollo sustentable.
Desde la creación de la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y
Pesca (SEMARNAP) –en 1994-, se contempló la necesidad de crear espacios de
deliberación pública y de contar con mecanismos institucionales para
fortalecer la participación ciudadana en los procesos de planeación y
conducción de la política ambiental del país. La administración del
presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) creó- al interior de la SEMARNAP- los
Consejos Consultivos para el Desarrollo Sustentable. Éstos, fueron
conformados por un Consejo Nacional y varios regionales, y se integraron con
representantes de los sectores público, social, académico, empresarial, así
como de las organizaciones ciudadanas, los gobiernos estatales y
municipales.
Desde su creación, los Consejos Consultivos para el Desarrollo Sustentable
–y otros más, organizados para atender materias especializadas-, han
aportado la experiencia de sus integrantes y formulado importantes
recomendaciones para la planeación y ejecución de los programas ambientales
del sector público. La Ley General de Vida Silvestre, publicada en el mes
de julio del año 2000, incorporó un capítulo en el que se establece la
establece la obligación de crear
órganos técnicos consultivos, integrados por especialistas y representantes
de todos los sectores sociales y de los tres órdenes de gobierno.
En materia de conservación, las reformas de 1996 a la Ley General del
Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, abrieron la posibilidad a
comunidades, agrupaciones sociales e incluso a los particulares, de
solicitar que los terrenos de su propiedad, con características biológicas o
ambientales singulares, fueran decretados como área natural protegida.
También durante este período -y con la participación de sus pobladores-,
muchas zonas protegidas del país recibieron asesoría y fueron dotadas de un
plan para el manejo integral de sus recursos. La participación del sector
industrial en la instrumentación de la política ambiental mexicana, también
tuvo importantes avances durante la administración zedillista. Este fue el
caso de la integración del Registro de Emisiones y Transferencia de
Contaminantes que, con la participación voluntaria de más de 8 mil
establecimientos industriales del país, permitió realizar un inventario
nacional de las sustancias, descargas de aguas residuales y generación de
residuos peligrosos derivados de su actividad.
Esta acción concertada entre el gobierno y el sector industrial, permitió
que México diera cumplimiento a las condicionantes de diversos acuerdos
comerciales –como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte- y a
distintas disposiciones internacionales de carácter ambiental. A pesar del
decidido apoyo del presidente Ernesto Zedillo a la política ambiental del
país (que durante su gestión realizó sustanciales incrementos presupuestales
para el sector), persistieron procesos de deterioro del medio ambiente y la
pérdida de importantes recursos naturales en el país.
La complejidad del proceso de descentralización y la transferencia de
responsabilidades de la política ambiental a los estados y municipios, no
siempre estuvo acompañada de las reformas normativas requeridas, ni de los
recursos financieros o técnicos suficientes para garantizar su éxito. Por
otra parte, los mecanismos para vigilar el cumplimiento de la legislación
ambiental, además de débiles, no estuvieron exentos de corrupción ni de
discrecionalidad en la aplicación de sanciones (como ha sucedido
históricamente con la industria petrolera o la de generación de energía
eléctrica del país).
LOS GOBIERNOS DEL PAN (2000-2010)

Desde
su campaña política, Vicente Fox Quezada identificaba a la
destrucción de los recursos naturales del país como una tendencia que debía
ser cambiada. En el mes de marzo del 2000, durante su campaña presidencial y
en un acto con estudiantes del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores
de Monterrey, Fox Quezada aseguró que la política ambiental en México se
había limitado a actuar en un ámbito sumamente restringido y con
instrumentos de dudosa efectividad. Para lograr revertir las principales
tendencias de la degradación de los recursos naturales del país, el futuro
Presidente de la República proponía transformar la política ambiental
acercándole a las decisiones de política económica, así como superar los
instrumentos ambientales que –en su opinión- habían sido ineficientes e
ineficaces. Todo lo anterior debería estar basado en la participación de la
sociedad y en el fortalecimiento del estado de derecho, subrayaba.
Al iniciar su administración, Vicente Fox (2000-2006) dio una nueva
estructura a la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (SEMARNAP)
creada por su antecesor. La actividad pesquera fue incorporada a la nueva
Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación
(SAGARPA), en lo que muchos interpretaron como una visión fragmentada y que
privilegiaba el uso mercantilista de los recursos marinos por encima de su
importancia en la interacción de los ecosistemas o del aprovechamiento
sustentable de las pesquerías. La nueva Secretaría de Medio Ambiente y
Recursos Naturales (SEMARNAT), concentró en su estructura el manejo de
algunos instrumentos de política ambiental –como el ordenamiento ecológico
del territorio-, pero en los hechos no hubo transformaciones radicales o de
fondo en el sector. Por el contrario, hubo insistentes expresiones de
descontento social por el debilitamiento de las acciones institucionales y
por la supeditación de la política ambiental a intereses económicos
particulares.
En 2005, la organización ambientalista Greenpeace México reprochaba a
la administración foxista haber llegado al gobierno con el compromiso de dar
a los problemas ambientales la mayor prioridad; y, particularmente,
reclamaba que a pesar de que la conservación de bosques y selvas había sido
expresamente considerada como un asunto de “seguridad nacional”, en los
hechos, Vicente Fox venía tomando una serie de medidas encaminadas a
desmantelar la política ambiental.
Greenpeace
criticaba el escaso presupuesto –de sólo 341 millones de pesos- asignado por
la Secretaría de Hacienda y Crédito Público para el manejo forestal
comunitario. Esta actividad, realizada por ejidos y comunidades que poseen
el 80 por ciento de los bosques del país, entre otras ventajas de carácter
social, había significado un efectivo freno a la deforestación. El gobierno
de Vicente Fox canalizaba a este rubro una cantidad mucho menor de recursos,
de los 428 millones de pesos que utilizaría el Congreso ese año para obras
en el Palacio Legislativo y para pagar los viajes de los diputados.
Con base en cifras del INEGI, se calcula que el gasto promedio en protección
ambiental durante la administración de Vicente Fox, no rebasó el 0.7 por
ciento del Producto Interno Bruto del país. Esta situación –en opinión de
muchos, de franco retroceso en la política ambiental del país- mereció el
reclamo de distintas y numerosas organizaciones civiles, preocupadas por la
degradación ambiental y la pérdida de los recursos naturales del país. En
contraste, desde mediados de la década de los 90 y más vigorosamente
durante los primeros años del nuevo milenio, se ha presenciado un
fortalecimiento de los instrumentos de política ambiental en el ámbito
regional y local. Gobiernos estatales y municipales en todo el país han
venido creando normatividad y una compleja trama institucional para
propiciar el uso ordenado del territorio, prevenir y controlar la
contaminación ambiental, aprovechar racionalmente el agua y lograr el manejo
integral de residuos sólidos, entre otras materias.
También durante la presente década, y en entidades como el Distrito Federal,
Guanajuato, Aguascalientes, Guerrero, Michoacán, Jalisco, Nayarit, Coahuila
y el Estado de México, han surgido procuradurías encargadas de vigilar y
garantizar la aplicación de la legislación ambiental local. Esto, ha
fortalecido la posibilidad de que la ciudadanía tenga mecanismos de acceso a
la justicia ambiental y goce más plenamente de su derecho a un entorno
adecuado para su desarrollo y bienestar.
La
situación actual de México -en el régimen de Felipe Calderón Hinojosa-
en materia ambiental es sumamente delicada y por demás preocupante. El país
ha perdido más del 90 por ciento de sus selvas tropicales y bosques húmedos,
y la deforestación avanza a un ritmo superior a las 600 mil hectáreas por
año (el quinto lugar del mundo). Una tercera parte de los manglares de las
costas mexicanas ha desaparecido y la abrumadora mayoría de los ríos y lagos
en el territorio nacional están contaminados. Por la pérdida de sus
hábitats, la sobreexplotación o el tráfico ilegal, incontables especies de
flora y fauna mexicana están amenazadas o en peligro de extinción. Los
impactos del cambio climático se hacen cada vez más evidentes con la
presencia de sequías, lluvias torrenciales o inundaciones, y año con año se
suman por decenas de miles a los damnificados, haciendo incuantificables las
pérdidas económicas. Como consecuencia de los hábitos de consumo
insustentables que tiene la población en las grandes concentraciones
urbanas, en lugares como el Distrito Federal, Monterrey, Guadalajara o
Cancún, entre otros, se están viendo agravados los problemas de
contaminación ambiental y de manejo y disposición final de la basura.
El uso irracional del agua tanto en la agricultura como en nuestros hogares,
ha provocado que una quinta parte de los acuíferos del país esté
sobreexplotada. Hoy, más de la mitad del territorio presenta avanzados
niveles de desertificación; y la otra mitad, presenta ya distintos niveles
de erosión en sus suelos. Las poblaciones de incontables especies marinas en
nuestros litorales han declinado alarmantemente, y los recursos no
renovables –como el petróleo- están en un franco declive.
En medio de este ciertamente desalentador panorama, la buena noticia es que
en México hay esfuerzos encaminados a la protección del medio ambiente y a
la conservación de la naturaleza, que han dado y están arrojando buenos
resultados. Yo destacaría el caso de la Comisión Nacional de Áreas
Protegidas (CONANP) que, a lo largo de una década de existencia y
favoreciendo esquemas participativos con las comunidades locales, ha logrado
cubrir más del 12 por ciento del territorio nacional bajo alguna modalidad
de protección de los recursos naturales. También, y gracias a la
participación responsable de algunos medios de comunicación, yo afirmaría
que hoy existe una mejor percepción social sobre cuáles son los problemas
ambientales más urgentes en el país y en el mundo. Esta visión, no exenta de
distorsiones, está favoreciendo en alguna proporción la construcción de
iniciativas y de soluciones colectivas. Sin duda, aún de forma insuficiente,
hay campañas dirigidas a mejorar el desempeño ambiental de la población en
el consumo de la energía, el aprovechamiento del agua o el uso eficiente del
transporte, que están incidiendo en nuestra forma de relacionarnos con el
entorno.
A 200
años de distancia de nuestra Independencia como nación soberana y en el
Centenario de la Revolución Mexicana, también es importante revisar y
evaluar la dimensión histórica de nuestra relación con nuestra tierra, esta
tierra donde aún vuela el cenzontle. Seguramente, haciéndolo nos
reencontrarnos con las profundas raíces que nos tejen como cultura y,
asumiendo nuestros compromisos individuales y colectivos, construiremos una
ciudadanía que nos proyecte hacia un futuro digno y prometedor.
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