Consumo responsable y medio ambiente.-
Para todos aquí es claro que el acto de producir y consumir
bienes y servicios de cualquier índole, conlleva
necesariamente impactos de diferentes magnitudes sobre la
disponibilidad y la calidad de los recursos naturales y en
el medio ambiente en su conjunto. También, me parece que
todos estamos atentos a los persistentes signos que
evidencian una relación dislocada entre el mercado y la
ecología, entre los paradigmas del desarrollo y el
permanente cambio de las condiciones naturales y de la vida
en la Tierra.
A lo largo de la historia, la humanidad ha ingeniado e
instrumentado transformaciones significativas sobre el
entorno natural y para su beneficio. Actividades como la
agricultura, el comercio, el transporte o la producción de
energía –entre muchas otras-, además de permitir
significativos avances culturales han traído y traen
impactos de diferentes escalas y magnitudes sobre la salud
del planeta. Comunidades enteras (como se conoce ha sucedido
a lo largo de la historia) desaparecieron por las
consecuencias críticas de un consumo desequilibrado o
desfasado de las condiciones naturales de su entorno, y
muchas otras han sido capaces de sostenerse y adaptarse
fundamentalmente a través del desarrollo científico y
tecnológico.
En nuestros días, fenómenos como el calentamiento global, el
cambio climático y la pérdida acelerada de los recursos
naturales, constituyen ya nuevos obstáculos y desafíos para
el desarrollo presente y futuro de la humanidad. De manera
contundente, se ha identificado una estrecha causalidad
entre las actividades humanas y el calentamiento global.
Está documentado que –a partir de la Revolución Industrial
del siglo XVIII-, la elevación en la concentración
atmosférica de dióxido de carbono (CO2) y de otros gases de
efecto invernadero (como el metano, el ozono, los óxidos de
nitrógeno, los clorofluorocarbonos), tiene como causa
directa la utilización del carbón y del petróleo para la
producción de energía y/o su transformación en bienes de
mercado.
Y no sólo esto. Se sabe –por ejemplo- que el nivel de
consumo de productos cárnicos y lácteos en el mundo, ha
favorecido la instalación de una industria ganadera que,
además de degradar los suelos y contaminar el agua, genera
hoy más gases de efecto invernadero que todo el sector
transporte (Organización de las Naciones Unidas para la
Agricultura y la Alimentación, FAO). La producción pecuaria
es responsable del 37% de la emisión de metano a la
atmósfera, un gas de efecto invernadero 23 veces más dañino
que el CO2 y que se genera en su mayor parte en los sistemas
digestivos de los rumiantes.
Otro dato representativo del vínculo dislocado entre mercado
y medio ambiente, es la situación presente de las pesquerías
en todo el planeta y, en particular, la dramática reducción
en la población mundial de especies como el tiburón, el
camarón, el atún, la manta raya y el mero, entre muchas
otras. La “Lista Roja de Especies Amenazadas” de la Unión
Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN),
documenta que el 38 % de un total de 45 mil especies marinas
y terrestres conocidas, están hoy en grave peligro de
extinción debido fundamentalmente a la sobreexplotación de
sus poblaciones y a la destrucción de sus hábitats para
satisfacer las crecientes demandas de un mercado cada día
más uniformado en cuanto a patrones de consumo y, desde
luego, más globalizado en sus alcances.
Éstas y muchas más evidencias, han favorecido que grupos de
consumidores en casi todo el planeta impulsen entre
distintos segmentos de la población mejores hábitos para
seleccionar y decidir el tipo de productos que adquirirán en
sus compras. Como históricamente ha sucedido con los
llamados “boicots comerciales” (donde los consumidores
pueden presionar mediante sus compras a las empresas y
exigir prácticas para tener un comercio más justo), quienes
hoy promueven el consumo responsable persiguen incorporar
criterios ambientales en la decisión de compra y, con ello,
abonar a la estructuración de un mercado mundial que pondere
de mejor forma sus externalidades, reduzca efectivamente y
revierta el deterioro del medio ambiente.
Sin lugar a dudas, es necesario encontrar nuevos paradigmas
y herramientas para avanzar en el desarrollo económico,
garantizando la protección, la preservación y la
sostenibilidad de los recursos naturales y del medio
ambiente. El aprovechamiento del conocimiento científico, la
innovación tecnológica y el fomento de mejores hábitos de
consumo, sin duda nos conducirán a una valoración más
integral y menos cortoplacista de los costos y los
beneficios ambientales del desarrollo.
Una definición de consumo responsable –o consumo sostenible-
que me parece muy completa, es la propuesta durante el
Simposio de Oslo, en 1994, y adoptada por la tercera sesión
de la Comisión para el Desarrollo Sustentable (CSD III) en
1995. Se define como consumo sostenible:
el uso de bienes y servicios que responden a necesidades
básicas y proporcionan una mejor calidad de vida, al mismo
tiempo minimizan el uso de recursos naturales, materiales
tóxicos y emisiones de desperdicios y contaminantes durante
todo el ciclo de vida, de tal manera que no se ponen en
riesgo las necesidades de futuras generaciones.
En la república mexicana operan diversas agrupaciones de
consumidores y organizaciones de la sociedad civil,
instituciones públicas y privadas, que buscan influir en los
consumidores a fin de modificar y transformar sus hábitos de
compra y fortalecer el uso de bienes y servicios que son
amables con el medio ambiente. Por su parte, existe ya un
significativo conjunto de “empresas verdes” que ofertan
bienes y servicios con pocos o ningún impacto sobre el medio
ambiente; hay negocios y organismos públicos que promueven
el consumo sostenible en actividades como la agricultura, la
producción de alimentos, la industria de la construcción, la
generación y uso de energía eléctrica, el transporte y el
aprovechamiento racional del agua, entre muchas más.
Desafortunadamente, el tránsito del desarrollo
socioeconómico hacia esquemas de mayor sostenibilidad no
está ocurriendo al ritmo que muchos esperaríamos –o a la
velocidad que la gran mayoría de los ecosistemas
requerirían. Sobre todo, puede ser frustrante presenciar la
recurrencia con la que se están manifestando fenómenos como
el cambio climático, la pérdida de la diversidad biológica o
el crecimiento de la pobreza y, por otra parte, constatar la
palidez, la casi invisibilidad de políticas públicas y la
escasa formación de alianzas intersectoriales para trabajar
con el criterio de revertir el deterioro y la pérdida del
capital natural.
Desde luego, hay que reconocer que en el país existen de
manera aislada ejemplos de comunidades o de empresas que
están tomando medidas decisivas para modificar patrones de
consumo y cuidar al medio ambiente. Un caso destacable es el
de la empresa Cemex que, mediante inversiones destinadas a
la construcción de campos para la generación de energía
eólica en la zona de La Ventosa, en el estado de Oaxaca,
pretende cubrir en un 25% sus necesidades de electricidad y,
consecuentemente, reducir la cantidad de sus emisiones de
CO2 a la atmósfera. Desafortunadamente, el proyecto ha
experimentado complicaciones políticas por la falta de
transparencia en las negociaciones y en los acuerdos tomados
entre los inversionistas, las autoridades públicas y los
ejidatarios dueños de la tierra.
En México, se ha privilegiado una visión del consumo
sostenible como una responsabilidad individual por la que se
puede optar o no. Como consumidores podemos elegir entre un
número relativamente amplio de ofertantes de productos y de
servicios para cubrir nuestras necesidades personales y/o
familiares de alimentación, vivienda, educación, vestido,
transporte y recreación, entre otras; por su parte, ciertos
servicios (como el agua potable, la electricidad o la
comunicación telefónica) son satisfechos por prestadores
únicos o por monopolios públicos y privados. Se dice
entonces que, en la medida que hagamos una elección
inteligente y un uso moderado de lo que podemos adquirir,
seremos consumidores responsables.
Es preocupante constatar que una abrumadora mayoría de
quienes habitamos en las grandes ciudades del país,
ignoramos –ingenua o deliberadamente- el tipo de daños que
estamos provocando en el medio ambiente como consecuencia de
nuestra manera de consumir. Si el volumen de residuos
sólidos y de basura que se producen diariamente en las 16
delegaciones del Distrito Federal (más de 13 mil toneladas
diarias)
no resulta tan elocuente como para sostener esta afirmación,
entonces el tema del aprovechamiento del agua (350 litros al
día por habitante) o el del uso energético en el transporte
de la capital del país nos aportarán más indicadores para
percibir esta indiferencia de nuestra responsabilidad
ambiental.
Percepción de riesgos ambientales y medios de comunicación.-
En la gran mayoría de las reuniones, conferencias y cumbres
internacionales
organizadas para abordar el tema de la protección ecológica
y la preservación del medio ambiente, ha habido consenso en
que para alcanzar el desarrollo sostenible es indispensable
que la sociedad disponga y esté ampliamente informada de la
problemática ambiental, y –sobre todo- que tenga una
participación activa en la construcción de las soluciones.
Desafortunadamente, en México las cosas no están sucediendo
así; al menos, no con la contundencia que el deterioro
ambiental de nuestro territorio nos está demandando. Ya sea
porque existan alianzas perversas entre las autoridades y
ciertas empresas para tratar de ocultarle a la opinión
pública las externalidades de su operación (caso Pemex) o
simplemente porque se ignora estarles causando, el hecho es
que subsisten percepciones distorsionadas, enfoques
distintos y en ocasiones confrontados entre los diferentes
sectores de la sociedad respecto de los problemas
ambientales que aquejan al país. En mi opinión, esta
fragmentación en la percepción social de los riesgos y de
las alternativas de solución disponibles, inhibe y debilita
cualquier iniciativa para emprender acciones colectivas y
certeras en favor del medio ambiente.
Un
ejemplo: Creo que no existe duda entre quienes estamos
medianamente informados de que uno de los principales
problemas ambientales en la Ciudad de México es el del
acceso, la disponibilidad y la calidad del agua. No hay que
ser un especialista en el tema para darse cuenta de que
cientos de miles de familias en el oriente del Distrito
Federal, en la delegación Iztapalapa y –cada vez más- en
otras zonas de la ciudad, padecen cotidianamente de una
aguda escasez y de la dudosa calidad del líquido. A pesar de
ello, llama poderosamente la atención que las denuncias
ciudadanas que en materia de agua ha recibido la
Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial del
Distrito Federal
–desde el año 2002 a la fecha-, significan solamente el 3.5%
del total de las quejas presentadas ante esta autoridad
ambiental local.
Sorpresivamente, la contaminación auditiva y por
vibraciones, los cambios de uso de suelo y la afectación de
las áreas verdes, representan en su conjunto las dos
terceras partes del total de las denuncias que la ciudadanía
presenta ante la PAOT. El problema de la basura, de acuerdo
a este organismo público descentralizado de la
administración pública local, apenas alcanza un 8% del
interés ciudadano para presentar denuncias. Es decir, el
ciudadano promedio del Distrito Federal percibe como los
principales problemas ambientales de la ciudad aquellas
molestias que, de manera inmediata, afectan a su calidad de
vida.

Por su parte, y de acuerdo al análisis realizado durante el
período 2003- 2007, los medios de comunicación impresos y
electrónicos que cubren el acontecer cotidiano de la capital
del país, consistentemente identifican como la principal
problemática ambiental en la ciudad a las complicaciones en
la vialidad y en el transporte, así como las consecuencias
que tiene la realización de obras gubernamentales sobre las
condiciones del espacio público, en el funcionamiento normal
de la ciudad o en la calidad de vida de sus habitantes.
Sólo de manera coyuntural o ante el surgimiento de
situaciones de emergencia, temas como el aprovechamiento del
agua o el manejo integral de los residuos sólidos ocupan el
interés de los medios de comunicación masiva.
Si consultáramos, por otro lado, a los especialistas e
investigadores ambientales cuál es su opinión de los
problemas ambientales prioritarios en la Ciudad de México,
muy seguramente el tema de la sostenibilidad hídrica y el de
la pérdida de la capa forestal y de la biodiversidad en el
suelo de conservación del Distrito Federal estarían entre
los primeros sitios.
En este sentido, me parece que es urgente configurar una
percepción pública más inclusiva y que realmente refleje la
situación ambiental de todas y cada una de las regiones del
país y, desde luego, insertarle en su dimensión global. No
sólo se trata de que todos tengamos más o menos el mismo
conocimiento de los problemas ambientales de nuestra ciudad,
de nuestra región o del país, sino que seamos capaces de
insertarnos y vernos como actores de esta realidad. Me
parece que sólo entonces podremos identificar cuáles son las
causas del deterioro de nuestra calidad de vida y, aún más
importante, de qué manera estamos contribuyendo en lo
individual a incrementarle o a abatirle y proponer
soluciones.
Responsabilidad ambiental de las empresas
Y es aquí donde el tema del consumo responsable se perfila
como un valioso catalizador en la conformación e integración
de una nueva percepción social de la problemática ambiental,
así como en potencial detonador de acciones colectivas
capaces de revertir las tendencias del deterioro de los
recursos naturales y del entorno. El papel de los medios de
comunicación como indiscutibles formadores de percepciones
sociales pero, sobre todo, como poderosos inductores de
hábitos de consumo entre la población, deberá ser –como lo
es hoy- protagónico y transitar de la simple promoción del
interés comercial o político, hacia el fortalecimiento de la
responsabilidad social y ambiental como un compromiso
esencial de todos los sectores y regiones del país.
En el terreno de la gestión de las empresas productivas y
comerciales del país, tanto privadas, públicas o sociales,
hay buenas noticias en cuanto a la adopción de mejores
prácticas administrativas y para el consumo responsable de
los recursos. Muchas organizaciones están identificando y
aprovechando nichos y áreas de oportunidad, con el objetivo
de mejorar notablemente su desempeño ambiental, reducir los
costos y las externalidades de su operación, y aportar
beneficios tangibles a la sociedad. Así, por ejemplo, la
incorporación de sistemas de administración ambiental no
sólo está aportando visibles economías y ahorros en los
consumos de electricidad, agua y de otros bienes materiales
de las organizaciones; también, se está generando una
transformación en la manera en que se mide el desempeño, los
costos, los beneficios y el éxito de muchas empresas e
instituciones.
Un ejemplo destacado de lo que digo es lo que está haciendo
la Universidad Anáhuac del Sur, que no sólo incorpora temas
ambientales en este tipo de encuentros entre académicos,
expertos y estudiantes; sino que, en su gestión cotidiana y
con la participación de toda su comunidad, ha venido
instrumentando acciones puntuales para el aprovechamiento
racional del agua, el uso eficiente de la energía, el manejo
integral de sus residuos y la recuperación de espacios
verdes, entre otras acciones.
Finalmente, me resulta evidente que las empresas están
llamadas a conformar y fortalecer, tanto en su interior como
entre los consumidores de sus bienes y productos, hábitos
que favorezcan el aprovechamiento sostenible de los recursos
y el desarrollo armónico de sus potencialidades. Pero
también, están llamadas a participar en la promoción y en el
impulso de alianzas intersectoriales, que contribuyan al
goce pleno de nuestro derecho a contar con un medio ambiente
adecuado para nuestra salud, el desarrollo y bienestar de
todos los mexicanos. ▄

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